La democracia, como forma política contemporánea, se nos presenta ideológicamente como un hecho, como la forma más justa de organizar el poder en función de los derechos y libertades individuales, sin embargo, como toda forma política, esconde y disimula las formas de dominación, inequidad y explotación vigentes que estructuran la sociedad. Los "ritos" que acompañan esta construcción ideológica -como las elecciones- pretenden ser mucho más de lo que en realidad implican en cuanto a participación popular en el poder. Un análisis correcto de nuestro sistema político no puede hacerse sin desentrañar la lógica que acompaña a su origen pues los regímenes políticos, como el ave fénix, muestran su verdadera naturaleza en sus orígenes y en su final.
En función de circunscribir acotadamente nuestro régimen democrático podemos decir que, en la cultura occidental , las primeras décadas del SXX marcan la irrupción cada vez más formalizada de los sectores populares organizados en la arena política, fenómeno que es catalogado en la categoría genérica de "democracia" o socialismo, aunque este último no será tratado en este ensayo por razones de espacio. Esta irrupción se da en un contexto político más amplio que es el de los Estado-Nación que diferencia profundamente cualquier régimen de los últimos 3 o 4 siglos de los regímenes anteriores o extraños a la órbita de la cultura occidental. Estos Estado-Nación se estructuran bajo la influencia y expansión de la economía mercantil-capitalista que requiere para su desarrollo y reproducción de un marco jurídico-político homogéneo y favorable dentro de un espacio vital, entendido como geografía y población, que utiliza para desenvolverse. Esto implica que la lógica de los Estado-Nación no pueda deslindarse de los intereses generales del capital al menos en sentido abstracto más allá y a pesar de los conflictos y diferencias entre distintos sectores del capital . La existencia de antecedentes de irrupción de las masas como las revueltas de hambre en la era de las monarquías absolutas, las secciones parisinas durante la revolución francesa, el movimiento comunero, la forma de democracia directa en algunos cantones suizos o en los pueblos y ciudades norteamericanas del S.XIX, son excepciones que confirman lo novedoso del S.XX desde el momento en que todos estos ejemplos se produjeron en circunstancias de debilidad de los gobiernos nacionales y fueron sinónimo, para los contemporáneos, de anarquía, desorganización y debilidad institucional.
Esta irrupción en el SXX, cristalizada en los partidos políticos de masas, nace de una policausalidad cuyos elementos se muestran como facetas de un mismo movimiento: crisis de hegemonía del orden oligárquico, organización creciente y efectiva del movimiento obrero, desarrollo de reivindicaciones de clase con proyectos socioeconómicos alternativos e incapacidad creciente del orden económico para incluir a la población o para asegurar su reproducción ampliada y continuar el proceso de acumulación. Este proceso combinado implicó un aumento tendencial de la violencia cuya expresión más conocida es la Segunda Guerra que cristalizó, a escala mundial, la lucha por establecer una forma dominante de encuadramiento de los sectores subalternos organizados y movilizados. Como reacción el capitalismo desarrolla y recibe nuevo impulso de un paradigma productivo fundamentado en el consumo masivo, la producción estandarizada por cadena de montaje y la mejora del ingreso de los sectores populares devenidos en consumidores . Los líderes de este proceso , sintetizándose con el modelo Keynesiano, impulsan un esquema social inclusivo aunque subordinado ante la amenaza de la revolución social. El Estado de Bienestar puede verse como la síntesis dialéctica entre el nuevo paradigma de producción y las conquistas obreras , y se expresará en forma diversa de acuerdo a la dinámica del enfrentamiento de clase, las mutaciones en la estructura económica y al régimen político de cada sociedad.
En América Latina la consolidación de la economía orientada al mercado externo durante las primeras décadas del SXX, y cuya principal beneficiaria es una minoría constructora del orden oligárquico, conlleva una estratificación más compleja apareciendo sectores urbanos de clase media que pujan por una mayor participación política y económica y cuyos intereses se orientan hacia el mercado interno. Tanto en Argentina como en Brasil y en general en el resto de la región, el régimen oligárquico y su modelo de acumulación basado en el liberalismo económico y la dependencia del mercado mundial entra en crisis ante las sucesivas convulsiones y retracción de dicho mercado durante la Depresión y las Guerras . El peso de la clase media aumenta con la ISI que es producto conjunto de la crisis del comercio global y del desarrollo del mercado interno en la lógica del nuevo paradigma productivo.
Al mismo tiempo una proporción cada vez mayor de los sectores subalternos se homogeneiza en sus relaciones con los medios de producción potenciando las organizaciones obreras , las reformas electorales impulsadas por la nueva burguesía introducen la interacción clasista en el ámbito político y se impone la construcción de una legitimidad de base más amplia. El Estado adquiere, ante este juego de fuerzas y en el contexto crítico explicado antes, una cierta autonomía que le permite mediar entre las diferentes facciones burguesas (y el keynesianismo llega a ser el lenguaje común) y entre éstas y los sectores populares . Sin embargo el Estado no pierde su carácter clasista, al contrario, se convierte en el único actor capaz de conjugar los diferentes intereses capitalistas en sus elementos comunes para asegurar una reproducción ampliada que escapa a la iniciativa privada al tiempo de encuadrar las reivindicaciones populares dentro de los esquemas capitalistas . Más allá de esto existen contradicciones en cuanto a política económica entre un modelo netamente exportador y la ISI, estas contradicciones varían de acuerdo a la estructura de cada economía e implican conflictos intraclasistas en la élite de resolución compleja que se expresan en la pendularidad de los regímenes políticos . Es la forma del Estado antes que el propio Estado capitalista lo que entra en crisis.
El nuevo paradigma productivo inclina la balanza, en el mediano plazo, contra el régimen oligárquico cuya resistencia en medio de una crisis de dominación (proporcional a la rentabilidad relativa de la actividad y a la concentración de la economía en sus manos) configura el contexto de surgimiento de los populismos . Éste es resultado de dicho juego de fuerzas que hace del movimiento del Estado la resultante de la puja entre los intereses del capital, su búsqueda de subsistir y las reivindicaciones populares; y que implica una alianza de sectores, entre los cuales el peso de los subalternos es esencial, contra la oligarquía reaccionaria. La burguesía industrial no logra construir una estructura político-económica capaz de refundar el espacio nacional en términos diferentes a los del modelo agroexportador por lo que debe desarrollarse a la sombra de dicha estructura de la cual es subsidiaria, mediante una alianza de clase (y de intereses cuya expresión es el nuevo paradigma) logra rivalizar con la oligarquía el dominio del Estado.
El Estado a partir de esta relativa autonomía adquiere una relación particular con los sectores subalternos y sus organizaciones que irrumpen en la escena política y que explica en gran medida el declive de las organizaciones anarquistas, la aceptación del orden capitalista por parte de dichas organizaciones y su búsqueda por hacer avanzar sus intereses en la arena política . Esta relación se construye en el contexto de un imaginario que no es el de las organizaciones obreras sino, en cuanto uno de los actores es el propio Estado, el de una relación de subalternidad que hace eco de las tradicionales relaciones patronales . Esto no significa heteronomía de la clase obrera en cuanto estos regímenes son apoyados por "sindicatos relativamente independientes" es decir que son actores que construyen el régimen. En la Argentina peronista la "participación de los sindicatos en la redefinición de los trabajadores en el ámbito del trabajo y la sociedad" les valió su capacidad para sobrevivir "relativamente indemnes a la caída del régimen".
La corporativización de las organizaciones subalternas inhibió su capacidad de problematizar sus demandas y construir sus reivindicaciones limitando su autonomía; los cuadros dirigentes de las corporaciones, en consonancia con los intereses del régimen, seleccionan y resignifican los elementos de las reivindicaciones de clase neutralizando los aspectos más revolucionarios. Podríamos decir que las corporaciones subliman las energías revolucionarias en favor del Estado reuniendo los discursos reivindicativos, reconstruyéndolos y condensándolos en la oposición al régimen oligárquico y en función de la expansión de la demanda necesaria al nuevo paradigma productivo; y así desarrollan el antagonismo de clase en función de los objetivos del régimen de modo que este antagonismo encuentra como único medio de expresión la adhesión al régimen. Sin embargo el proceso impulsa una maduración en la conciencia clasista de los trabajadores que engendra una contradicción que se desarrollará junto al régimen y que se intenta encuadrar mediante un discurso de sacrificio en pos del desarrollo nacional en la medida en que la capacidad redistributiva del régimen lo permita aliviando y maquillando la explotación del trabajo.
El peso de las organizaciones obreras, fruto de su capacidad organizativa y autonomía y de la resistencia oligárquica que radicaliza el discurso del régimen , es el que logrará deformar más o menos la fachada burguesa del Estado (aunque no su esencia en cuanto el Estado es siempre la manifestación material de la organización geográfica y jurídica de la economía capitalista) introduciendo prácticas políticas de participación directa ajenas a la lógica representativa burguesa; cuanto mayor sea el peso de los subalternos menos se identificarán facciones de la élite con la imagen del Estado. En esto consiste el rechazo de las diferentes facciones burguesas (intelectuales de cualquier signo incluidos ) al populismo . Este régimen, sin embargo, en cuanto logra concatenar y factorizar al conjunto de fuerzas en pugna, es el que logra conjurar la crisis y continuar con el modelo de acumulación.
La última mitad del SXX estuvo signada, en Argentina aunque también en el resto de la región, por un aumento en la conflictividad entre los proyectos populistas (y socialistas) y proyectos "modernizantes" de tinte oligárquico; esta conflictividad creciente tuvo como sustrato crisis y cambio en el mercado mundial, dificultades fiscales para sostener las políticas de bienestar, expansión agresiva de los capitales de las economías centrales en busca de materias primas, recursos energéticos y mano de obra barata y, claro, la Guerra Fría. No corresponde en este ensayo describir y explicar la evolución de los regímenes y sus causas aunque si señalar que, en la región, la política resultante de complejas interacciones implicó la desmovilización y desorganización de los sectores subalternos, el vaciamiento de sus instituciones representativas propias (como los sindicatos, partidos y organizaciones netamente obreras) y, por ende, el avance del capital sobre los logros distributivos y redistributivos de las décadas anteriores. En el caso Argentino el régimen peronista y la esperanza puesta en el retorno de su líder otorgaron una dinámica distintiva al proceso que pasó de un aumento tendencial de la organización combativa cuyas cristalizaciones mas claras fueron el Rosariazo y el Cordobazo; a una desarticulación y desmovilización iniciadas dentro del propio régimen restablecido pero fuertemente profundizadas en el posterior y violentísimo régimen militar.
Existe una relación evidente entre el aumento de la desigualdad y la pobreza y la merma del peso político y la participación en las decisiones de gobierno por parte de los sectores subalternos. Paralelamente la desarticulación o vaciamiento de las organizaciones representativas de los subalternos implicó un aumento de la violencia en múltiples facetas; por una parte la espiral de violencia entre las organizaciones proscritas o perseguidas y el estado proscriptor, por otra parte la violencia social expresada en la exclusión y las reacciones a la misma. Esta dinámica de la violencia que marcó gran parte de la segunda mitad del siglo XX y que continúa en los primeros años del actual siglo no es más que la expresión de las tensiones inherentes al orden actual de una sociedad con la riqueza material per cápita más alta de la historia, impulsada por el consumo de masas, y el régimen de distribución de la riqueza más innecesariamente injusto -si en algún caso la injusticia es necesaria- de la historia unido a una expectativa de consumo en las mayorías alentada por los mismos mecanismos económicos de ganancia que, paradojalmente, alientan la inequidad creciente en la distribución.
El retorno de la democracia en la región y, particularmente, en la Argentina implicó un retorno de las libertades individuales aunque no necesariamente de los mecanismos de participación política de los sectores subalternos. Incluso sus tradicionales instituciones y partidos no implicaron, a pesar de la esperanza suscitada por el retorno del partido al poder con la candidatura de Menem, una mayor participación de los sectores subalternos organizados. Esta situación fue fruto, justamente, de la incapacidad de los sectores subalternos para organizarse en sus bases barriales o laborales producto, por un lado, del miedo generado por el terrorismo de estado anterior, de la desaparición material de sus líderes locales y cuadros técnicos, del descreimiento y vaciamiento discursivo de sus propias organizaciones, de la consolidación de una cultura individualista y consumista, de la desarticulación de las relaciones laborales y la informalización y, en definitiva, de la falta de experiencia política de las generaciones crecidas durante el régimen terrorista.
El correlato de esta desestructuración es, por una parte, la dificultad de los sectores subalternos para lograr desarrollar e imponer reivindicaciones y, por otra y por ende, la creación de mecanismos de expresión marginales de acción directa como el piquete. El piquete es, de hecho, una apropiación del espacio público, de un espacio compartido por diversos sectores de la sociedad; es, claramente, un intento por dejar de pasar desapercibidos, por llamar la atención e incidir sobre las decisiones sociales, políticas. Este recurso es una prueba de la inutilidad de los mecanismos representativos del pasado que no logran canalizar las reivindicaciones de los sectores subalternos; la población en general que acepta un cierto grado de injusticia del régimen estalla buscando reivindicarse cuando la situación se hace inaceptable en cuanto atenta contra lo que se considera inalienable . Este contexto de la relación Estado – Sectores Subalternos es la que favorece la aparición de nuevos populismos que intentan relacionarse no tanto con las organizaciones del trabajo cuanto con las nuevas organizaciones sociales surgidas en la marginalidad.
Estas organizaciones o movimientos que, a nivel local, se forman e integran a sus miembros desde la marginalidad, desde el lugar de excluido, construyen desde ese lugar prácticas y códigos que permitan participar de los bienes y que no se corresponden necesariamente a los socialmente aceptados; al mismo tiempo y en el mismo proceso construyen una imagen positiva de sí mismos desde el lugar de la exclusión que implica una valoración de lo desvalorizado, una defensa de lo condenado socialmente
El piquete, es evidentemente, por su historia y características un modo de acción directa que incluye a ocupados y desocupados pero cuyo origen se relaciona más con los segundos. Según Svampa la desestructuración de la "sociedad salarial" que comienza en los 70’ pero que se realiza en la década del 90, dio lugar a las condiciones de aparición de una gran masa de desocupados y de empleados informales o subempleados en el contexto de: inmovilidad del cuerpo sindical, un tejido social inmaduro y demasiado ligado a los intereses oficialistas para reaccionar, y la inexistencia de políticas públicas para afrontar esta situación en virtud de tratarse de una cuestión inédita en las últimas décadas de la historia argentina .
Un primer momento fundante de la historia piquetera son los cortes de ruta en regiones del país bruscamente desestructuradas que conglomeró, frente a la retirada del estado y los derrumbes de la colectivización, a diferentes sectores que vieron peligrar sus fuentes de trabajo y subsistencia. Un segundo momento que empalma con el primero son los movimientos piqueteros surgidos en la periferia de Bs.As. en el contexto del creciente desempleo fruto de la desestructuración del complejo industrial al final de los 90’. En ambos casos el silencio y abandono por parte del estado y las instituciones típicas de representación obrera, arroja a los desocupados a la apropiación del espacio público y al enfrentamiento directo, en muchos casos, con el capital aunque en el primer caso la característica de pueblada del piquete lo convierte en un fenómeno de clase mucho más heterogéneo. En el segundo caso el movimiento piquetero se adscribe al espacio barrial incluyendo, en sus demandas, no solo el trabajo sino infraestructura, tierra y otros aspectos de la intervención estatal. Esto coloca al movimiento piquetero del conurbano como interlocutor directo con el estado desdibujándose el conflicto directo con el capital.
Es en este contexto que, luego del 2001, el Estado intenta cooptar el movimiento a través de subsidios otorgados a los sectores más adictos del movimiento, que en virtud de sucesivas federaciones, se encontraba en vías de unificación nacional. La herramienta del subsidio (planes sociales) configura una estrategia que, por un lado, amortigua las tensiones sociales producidas por la crisis de subsistencia (funcionando como elemento de negociación para el fin del piquete) y, por otro, otorga a la dirigencia de las facciones un elemento que le permite movilizar más gente y, por ende, adquirir poder. A través de mecanismos de reciprocidad se logra, de esta manera, recrear una forma de clientelismo en aquellas facciones cuyas dirigencias seden a los "regalos" entre los que se incluyen cargos políticos y otras prebendas. Esto no implica heteronomía de los sectores subalternos pues existe, como en los populismos anteriores, una dinámica propia que entra en diálogo con los intentos de encuadramiento.
De hecho la característica asamblearia del movimiento rompe con los sistemas tradicionales de representación constituyéndose en un espacio de democracia real que contradice la democracia institucional.
El movimiento piquetero se puede analizar, frente a la reacción del Estado, en dos políticas paralelas y complementarias a pesar de su aspecto opuesto: la generación de sistemas redistributivos alimentarios y de subsidios para reducir los niveles de conflictividad al tiempo de intentar encuadrarlo, y el desarrollo de un aparato represivo para contener y disciplinar a la población pauperizada. Este aparato represivo fue utilizado contra los piquetes pero su alcance es más vasto ya que se desarrolla como un mecanismo físico para cristalizar la exclusión, sobre todo, de las nuevas generaciones. Los resultados de la represión suscitada durante las jornadas del 2001 generaron una fuerte reacción en cuanto rememoraron el aspecto represivo del Estado Militar, las subsiguientes administraciones realizaron un fuerte esfuerzo por centrar la política pública en la cooptación del movimiento evitando concienzudamente repetir episodios de represión. La cooptación mediante subsidios genera una tensión constante entre el Estado y las organizaciones fortalecidas mediante este recurso, la política del Salario Universal por Hijo tiende a debilitar este proceso mediante la universalización de la asistencia y la eliminación de instancias intermediarias; genera una reducción de la conflictividad, una adhesión al régimen pero un debilitamiento de las organizaciones intermedias y de la capacidad reivindicativa de los subalternos.
Oviedo sostiene que el movimiento piquetero es "la creación más genuina de la clase obrera… argentina en los últimos veinticinco años", un freno al intento de atomizar a la clase a través del desempleo, la reacción organizativa ante la hostilidad de la burocracia sindical a la lucha y a la decepción generada por el peronismo neoliberal. Le otorga un carácter anti reformista y revolucionario a partir de las consignas de algunos de sus dirigentes . Sin embargo, luego de recalcar la heterogeneidad de su origen y de su composición de clase (convirtiéndola en una categoría tan amplia como imprecisa), los antagonismos internos, las diferentes corrientes y estrategias; termina otorgándole una unidad de pensamiento y programática que se contradice con la heterogeneidad de su composición.
En síntesis el movimiento piquetero y otras organizaciones barriales similares parecen representar más bien mecanismos marginales de participación política surgidos del vaciamiento de los mecanismos tradicionales y de la inexistencia de nuevas formas institucionales de participación. Al mismo tiempo, en el contexto de exclusión de los últimos años, el Estado intenta reconstruir su legitimidad de base amplia, cooptando las nuevas organizaciones que, al nacer en la marginalidad, entran en conflicto con el orden económico-jurídico imperante.
Otra democracia es posible
El análisis precedente nos lleva a considerar que la "democracia" no se define por su estructura institucional sino por la relación entre ésta y las mayorías -lo que en términos gramscianos es la Sociedad Civil- en cuanto la estructura institucional per se plantea una distancia infranqueable entre los ciudadanos y el gobierno como se analizará más adelante.
Para repensar las formas de participación y representación en nuestra "democracia" quisiera subrayar la relación entre la desigualdad y la participación política para intentar demostrar la dicotomía entre la desigualdad económica sustantiva y la democracia real.
La pobreza, en principio, no es una característica o atributo personal sino más bien es una posición relativa dentro de la sociedad. En las sociedades modernas la riqueza es siempre socialmente producida pues cualquier actividad económica depende del trabajo de otros, sea en el presente cuanto en el pasado; por lo tanto la consideración de la pobreza debe partir de la consideración de cómo funcionan no solo los mecanismos de producción sino también aquellos de distribución, en primera instancia, y de redistribución de la riqueza, en segunda instancia. La estructura de las posiciones relativas está, por tanto, fuertemente entrelazada a los mecanismos de distribución del ingreso y éstos, a su vez, están relacionados con el empoderamiento y capacidad de los diversos sectores para incidir en las decisiones políticas. De hecho esta es la razón por la cual durante el proceso militar la implantación de políticas neoliberales estuvo acompañada de una fuerte represión y desarticulación de las organizaciones subalternas. Estas reformas neoliberales pudieron ser profundizadas durante el menemismo gracias al vaciamiento de los mecanismos de participación directa de los trabajadores en las grandes organizaciones sindicales y a la desmovilización y desorganización general de los sectores subalternos.
El análisis de la pobreza normalmente se centra en los aspectos materiales, sin embargo existe una dimensión cultural de la pobreza que es la que explica, entre otras cosas, el funcionamiento de la jerarquización social o, en otras palabras, de la participación política de las mayorías. Un elemento cultural recurrente en los sectores subalternos y que tiñe la mayoría de las percepciones e instituciones de las que participan es el de la sumisión. Sumisión muchas veces mal entendida como respeto y que inhibe los procesos de reivindicación, que alimenta una autovaloración negativa correlato de una supervaloración de las personas a las que se somete: sus maestros, los profesionales, sus patrones, la policía, los funcionarios, los políticos o punteros, etc.
Esta condición de sumisión está unida a la carga cultural negativa que acompaña al concepto de pobreza, la cual no es vista como una posición relativa en la sociedad (y por lo tanto sensible de ser mutada) sino como un atributo denigrante del pobre. Esta valoración negativa de la pobreza coadyuva a fortalecer los mecanismos de sumisión en cuanto la población intenta trasladar esta condición a quien es "más pobre" e intenta identificarse con los valores ideológicos y hasta discriminatorios de los más beneficiados. Esta condición de sumisión no solo es denigrante humanamente sino que implica el desaprovechamiento de ingentes recursos humanos: los recursos de los pobres. Por ejemplo los pobres, en cuanto usuarios de servicios, conocen mejor sus limitaciones que los encargados de monitorearlos. Muchas veces y a partir de su experiencia, se les ocurren modos de mejorarlos muy eficientes que nunca son conocidos por los que desarrollan los programas o servicios. Además los operadores, funcionarios, trabajadores en general de los servicios muchas veces actúan discriminando a los pobres en función de la valoración negativa de su condición, prestando servicios deficientes por considerar que, absurdamente, los beneficiarios "no se merecen" los servicios que fueron creados para ellos y que justifican su empleo.
En términos teóricos cuando se habla de orden, jerarquía, se confunden aspectos diferentes: la cuestión de la organización y la cuestión del poder. La organización es necesaria, hasta natural, inherente a la condición social del hombre. La cuestión del poder presenta fuertes variaciones históricas y regionales. A partir de la revolución urbana la estratificación social implicó que una minoría autorizada en función de su considerada naturaleza semidivina, o sus conocimientos superiores o carismas y habilidades, se arrogase la capacidad de decidir lo que conviene a la totalidad del grupo que dirigen; sin embargo la evidencia histórica y contemporánea nos muestra frecuentemente a una minoría aprovechando su situación de privilegio para orientar el esfuerzo común en beneficio propio.
En una discusión sobre la perspectiva de que los servicios públicos fuesen controlados por sus mismos beneficiarios, es decir, por ejemplo, que las familias usuarias de las escuelas pudiesen nombrar, o incluso, establecer los honorarios de los docentes, directivos y auxiliares; surgió la objeción de que estas familias serían incapaces de elegir lo mejor en función de su desconocimiento de las políticas educativas y demás elementos técnicos. Sin embargo en Argentina es evidente la incapacidad del Estado para dirigir convenientemente la educación pública en los últimos años, la asignación inconveniente de recursos y personal, y la falta de control por parte del Estado en los incumplimientos de las tareas dentro de la escuela es ya moneda corriente. Ya Tocqueville planteó la cuestión en su famoso tratado sobre la descentralización administrativa, donde la aparente anarquía descentralizada de las alcaldías norteamericanas del S XIX resultaba ser más eficiente que el racional y centralizado sistema Francés.
Otro elemento a considerar al hablar de organización y recursos es la racionalidad. Estos dos últimos siglos (a pesar de las expectativas de los iluministas) nos han demostrado que la gente se comporta en forma bastante irracional. Schumpeter afirmaba que la racionalidad se adquiere sobre aquellas actividades que las personas realizan en forma frecuente y cuyas consecuencias padecen en forma inmediata, más allá de esto el comportamiento es bastante irracional y se explica básicamente por actitudes más bien pasionales, impulsivas ("elloicas" podríamos decir). Esta inclinación predominante y natural hacia lo pulsional es la que explota la ciencia que mejor aprovechó el legado de la psicología conductista, el marketing. Esta es la razón por la cual la gente compra cosas innecesarias o por la cual muchos productos superfluos demuestran un comportamiento de demanda inelástica; o, en otro orden, es la razón por la cual la gente vota no al candidato que le favorece más en términos racionales sino aquel que logra una publicidad más atrayente y cautivadora; que no es otro que el que tiene mayores recursos para pagar al mejor "asesor de imagen" e invertir en la forma más simple para llegar al poder: la publicidad. En términos clásicos nuestras repúblicas son oligarquías mezcladas con democracias, algo similar a lo que Aristóteles llamó República pero con una plebe hipnotizada por una presencia constante y disuasora: los medios de comunicación.
Todo parece apoyar la postura de que la mayoría es incapaz de dirigir los asuntos de todos, en definitiva, su propio destino. Sin embargo Schumpeter aclaraba que esta racionalidad existe aunque limitada a aquello que la gente realiza en forma repetitiva y cuyas consecuencias padece inmediatamente. Sobre estas cosas desarrolla una racionalidad que le permite elegir lo mejor sin dejarse llevar tanto por sus pulsiones instintivas. Habría que hilar más fino. Las pulsiones -cuyo estudio más popular es el del aparato psíquico de Freud – son fruto de millones de años de evolución y están, por tanto, estrechamente ligadas a nuestra supervivencia; aún para el racionalismo más recalcitrante no pueden ser tan contraproducentes. Los sentimientos son parte necesaria y fundamental del proceso cognitivo, Piaget hablaba de la dimensión energética que es en toda conducta inseparable, consubstancial, de la dimensión cognitiva. El hombre ha logrado cosas consideradas imposibles gracias a la fuerza que le dan sus sentimientos. La solidaridad, la compasión por el sufrimiento del otro, son sentimientos que pueden surgir entre quienes comparten la cotidaneidad si perciben que son capaces de construir algo juntos, y estas energías no pueden sino ayudar a mejorar la racionalidad o el buen desempeño de las organizaciones.
Existen, por tanto, dos cuestiones que confluyen al estudiar la naturaleza de las jerarquías sociales. Una es la cuestión de la racionalidad en la toma de decisiones y en este aspecto no es más probable que los que lideran los grupos humanos vayan a tomar decisiones con más racionalidad o mayor acierto que los subalternos puesto que la racionalidad se aprehende en la práctica y la mayoría de las decisiones en políticas sociales carecen de efectos inmediatos sobre quienes las toman o en cuanto al beneficio de la sociedad en términos generales, que permitan avanzar en este aprendizaje. Los modelos cognitivos sobre los que se basan quienes deciden (y en algunos casos parece que no los hubiera) muchas veces son inapropiados, incompletos y llevan a apreciaciones alejadas de lo real. Por otra parte podemos suponer que si los propios usuarios decidieran sobre las políticas que padecen o les benefician aprenderían con más facilidad de sus errores adquiriendo racionalidad, más aún si cuentan simultáneamente con acceso al saber científico. En cuanto al elemento energético de la toma de decisiones la experiencia muestra que lo que más abundan son sentimientos de carácter egoísta que impulsan las decisiones al beneficio personal o al culto del poder pero podríamos suponer que esta "desviación" se potencia con la distancia emotiva entre quien decide y los que sufren sus decisiones, al mismo tiempo la decisión conjunta sobre cuestiones de común interés propicia la construcción de sentimientos y un discurso solidarios o, al menos, la común vigilancia para evitar los privilegios .
La segunda cuestión, inherente a la jerarquía en sí, versa sobre si es posible decidir en función de acuerdos explícitos donde los involucrados puedan incidir directamente en la toma de decisiones. Es la vieja disyuntiva griega entre la oligarquía (o su versión idealista: la aristocracia) y la democracia (o su ideal: la politeia) que preocupa tanto a Aristóteles pero que también preocupa a los iluministas del contractualismo, particularmente a Rousseau que llega a intuir que sin democracia directa todo cuerpo político se pervierte pues "el poder puede transmitirse aunque no la voluntad" y en ésta solo en algún punto pueden coincidir lo particular y lo general por lo cual quien se arrogue el poder político, si no es la asamblea de iguales, terminará por dirigir las fuerzas generales en beneficio propio y no en pos del bien común que solo la voluntad general, que se expresa únicamente en la asamblea de iguales, puede encarnar.
Los anarquistas han ido aún más allá cuando contemplando los nacientes estados capitalistas del siglo XIX llegaron a la conclusión de que éstos solo existían para garantizar el orden establecido que beneficiaba a la clase propietaria y que por tanto era imposible construir una sociedad justa mientras existiese un Estado. Por otra parte y cercano a la experiencia de los cantones suizos que idealizaba Rousseau, Tocqueville idealiza la sociedad norteamericana decimonónica con sus pueblos autónomos y democráticos alabando el espíritu municipal y participativo de los vecinos que lograban, en medio de un aparente desorden, un funcionamiento mejor y eficiente de los servicios e instituciones públicas que en su Francia centralizada y verticalizada.
Quizá sea el tiempo de experimentar formas de organización más democráticas, en términos reales, permitir a la gente, a partir de su experiencia en la toma de decisiones, adquirir racionalidad en la autogestión. El desarrollo geométrico de la comunicación en base a las nuevas tecnologías permite desarrollar espacios virtuales de debate. Es más probable que los que padecen sus propias decisiones adquieran progresivamente racionalidad antes que quienes deciden y no padecen el resultado de estas decisiones. La sociedad contemporánea se encuentra frente a un tiempo de grandes cambios, las naciones se debilitan en cuanto se corresponden cada vez menos con el "espacio vital" de los capitales que impulsaron su surgimiento. La atomización social, el debilitamiento de las "grandes ideologías" abre al surgimiento de nuevas identidades localistas cuya "localidad" excede un análisis geográfico pues la era digital permite conformar grupos entre personas dispersas. Las "dimensiones humanas" de éstos grupos facilitan encontrar y construir intereses comunes. Las ideologías, tan necesarias para superar el mero economicismo -que no es más que nuestra animalidad con presunción de civilidad- se pueden reconstruir desde los valores construidos en común, mediante la convivencia y la búsqueda de soluciones a los problemas concretos.
La democracia no puede ser una realidad en un sistema donde nadie puede decidir ni siquiera que calle se asfalta en su barrio, o que docente enseñará a sus hijos. Menos aún se puede pretender que el pueblo sea soberano en decisiones macroeconómicas o sociales; es necesario avanzar en una descentralización en la toma de decisiones. La democracia es un perfil político que se aprende en la práctica, en decisiones concretas tomadas consensuando con otros, una verdadera cultura democrática solo puede construirse a nivel local para luego extenderse en formaciones más complejas.
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Datos para citar este artículo:
Hernán Rodríguez. (2011). Democracia: Mito, realidad y perspectivas. Revista Vinculando, 9(2). https://vinculando.org/articulos/democracia-mito-realidad-y-perspectivas.html
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