“ Y después de habernos construido un altar
Para la Luz Invisible,
Podremos sobre él colocar
Las pequeñas luces
Para las que fueron hechas nuestros ojos”(T.S: Eliot)
Para Adélia Prado,
Que ha hecho justamente eso.
El reloj
Yo tenía miedo de dormir en la casa de mi abuelo. Era una enorme casona colonial, largos corredores, Escaleras, puertas gruesas y pesadas que crujían, vidrios de colores en los postigos de las ventanas, patios cubiertos con piedras antiguas… De día todo era luminoso, pero cuando llegaba la noche y las luces se apagaban, todo se sumergía en el sueño: personas, paredes, espacios. Menos el reloj… De día también estaba ahí, sólo que era diferente, manso, tocando su estribillo cada cuarto de hora, ignorado por las personas, absorbidas por sus rutinas. Pienso que era porque durante el día él dormía, su péndulo regular era su corazón que latía, su resonar y su música eran sus sueños, iguales a los de todos los demás relojes. De noche, al contrario, cuando todos dormían, él se despertaba y comenzaba a contar historias. Sólo hasta mucho más tarde vine a entender lo que él decía: “Tempus fugit”. Y yo me quedaba en la cama sin poder dormir, escuchando su conteo sin prisa, esperando la música del siguiente cuarto de hora. Tenía miedo. Hoy creo saber por qué: él golpeaba a la muerte. Su ritmo sin prisa no era cosa de aquel tiempo de insomnio de mi niñez, venía de muy lejos.
Tiempo de musgos crecidos en las paredes húmedas, de tablas largas en el piso que envejecían, de hierro que aparecía en las llaves enormes y negras de los cuartos de los esclavos abandonados, de los esclavos que enseñaron a los niños historias de allende el mar –“dingue-le-dingue que voy para Angola, dingue –le-dingue que voy par Angola”-, de las grandes fiestas y grandes tristezas, nacimientos, casamientos, sepulturas, de riqueza y de decadencia… El reloj golpeaba aquellas horas –y si sufriera, no se podía decir, porque nadie jamás notaría cambio alguno en su indiferencia pendular. Excepto cuando la cuerda llegaba al fin y su péndulo excesivamente lento se tornaba en una llamada de auxilio: “No quiero morir…”. Entonces aquél que tenía la misión de darle cuerda –(pues este no era privilegio de cualquiera. Sólo podía tocar en el corazón del reloj aquél que, por mucho tiempo, conocía sus secretos)- subía en una silla y, de forma segura y contada, daba vueltas a la llave mágica. El tiempo continuaría huyendo… Todas aquellas horas vividas y muertas estaban guardadas, y de noche, cuando todos dormían, ellas salían.
El pasado sólo surge cuando el silencio es grande, memoria de lo olvidad. Y mi miedo era por esto: por sentir que el reloj, con su péndulo y su estribillo, me llamaba para sí y me incorporaba a aquella historia que yo no conocía, pero que imaginaba. Ya había visto algunas de sus señales inmovilizadas, ya sea en la misma magia del espacio de la casa o en los viejos álbumes de fotografías: hombres solemnes de cuello almidonado y de bigote, familias ejemplares, maridos sentados de piernas cruzadas y fieles esposas de pie, a su lado, con la mano dulcemente posad a en el hombro del compañero. Pero nada más eran fantasmas el nombre. “Tempus Fugit”. El reloj tocaba de nuevo, otro cuarto de hora, otra hora en el cuarto sin dormir… Sentía que el reloj me llamaba hacia su tiempo, que era el tiempo de todos aquellos fantasmas, el tiempo de la vida que pasó.
Después la casona se incendió. Quedaron los gigantescos barrotes de palo-bálsamo humeando por más de una semana, llenando el aire con su perfume de tristeza. Se salvaron algunas cosas, entre ellas el reloj. De ahí salió para una casa pequeña. Por las noches adentro siguió haciendo la misma cosa, y una vecina que no soporto la melodía del “Tempos fugit”. Pidió que se le redujese al silencia. Y el alma del reloj tuvo que ser desligada.
Tengo nostalgias de él, por su tranquila honestidad, repitiendo siempre incansable, “Tempos fugit”. Volveré a comprar otro que diga la misma cosa, un reloj que no se parezca al mío, al del pulso, que marca la hora sin decir nada, que no tiene historias que contar. Mi reloj sólo me dice una cosa: cuando debo correr, para no atrasarme, con él me siento bobo como el Conejo de la historia de Alicia, que miraba su reloj, y corría desesperado diciendo: “Estoy atrasado, estoy atrasado…”.
¿No es curioso que el gran evento que marca el fin de año sea una corrida, la corrida de San Silvestre? ¿Correr par llegar, a donde? Fin de año, es el viejo reloj que toca su estribillo.
El Sol y las estrellas entonan la melodía eterna: “Tempus Fugit”. Y porque tenemos miedo a la verdad,
Que sólo aparece en el silencia solitario de la noche, nos reunimos para espantar el terror y acallamos el ritmo tranquilo del péndulo con fuertes griteríos. Con- tra la música suave de nuestra verdad, el ruido del activismo.
Por la mañana seremos otra vez, el bobo Conejo de Alicia: “Estoy atrasado, estoy atrasado… Pero el reloj no desiste, continuará llamándonos a la sabiduría:
Quienes saben que el tiempo está huyendo, descubren súbitamente la belleza única del momento que nunca más será…
Los ipes están floridos
Thoureau, que amaba mucho a la naturaleza, escribió que cuando algún hombre decide ir a vivir a la selva para gozar el misterio de la vida salvaje, es considerado como una persona extraña o tal vez loca. Si, al contrario, se pone a cortar árboles para transformarlos en dinero (y aunque vaya dejando la desolación por donde pasa) es tomado como hombre responsable y trabajador. Me acuerdo de eso todas las mañanas, pues en mi camino hacia el trabajo, paso por un ipe* florido de color rosa. Su belleza es tan grande que me quedo ahí parado mirando su copa contra el cielo azul. Y me imagino que las otras personas, encerradas en sus pequeñas cápsulas metálicas rodantes en busca de un destino, deben imaginar que no estoy bien.
Me gustan los ipes de manera especial, es una cuestión de afinidad. Se alegran ellos en hacer las cosas al revés. Los demás árboles hacen lo que es normal, se abren para el amor en la primavera, cuando el clima es agradable y el verano está por llegar, con su calor y las lluvias. El ipe hace el amor justo cuando el invierno llega y entonces su copa florida es una despampanante y triunfante exaltación del celo.
Conocí los ipes en mi infancia, en Minas, los pastos quemados por las heladas, la polvareda subiendo por las calles secas y, en medio de los campos, los ipes solitarios coloreando al inviernos de alegría. El tiempo era diferente, moroso como las vacas que regresan al caer la tarde. Las cosas iban al ritmo de la vida misma, en sus giros naturales. Pero ahora, de repente, este árbol de otros espacios irrumpe en medio del asfalto, interrumpe el tiempo urbano de semáforos, cláxones, transeúntes, y yo tengo que pararme ante esta aparición de otro mundo. Como sucedió con Moisés, que pastoreaba los rebaños de su suegro y vio un arbusto ardiendo sin que se consumiera. Al acercarse para ver mejor, oyó una voz que decía: “Quítate las sandalias, pues la tierra que pisas es santa”. Pienso que no fue una zarza ardiendo, debió haber sido un ipe florido. De hecho, algo arde sin quemarse, no en los árboles, sino en el alma. Y concluyo que el escritor sagrado estaba en lo correcto. También considero un sacrilegio llegar cerca y pisar las miles de flores caí- das, tan lindas, en agonía, habiendo ya cumplido su vocación de amor.
Pero sé que el espacio urbano piensa diferente. Lo que es milagro para alguno, para otros es desperdicio, basura. Es mejor el cemento limpio que la copa colorida. Me acuerdo de un árbol de ipe, indefenso con su corteza cortada toda alrededor. Meses después estaba muerto, seco. Pero no importa. El ritual de amor en el invierno esparcirá semillas por la tierra y la vida triunfará sobre la muere, el verde reventará el asfalto. Para irritación de toda nuestra cultura, los ipes siguen fieles a su vocación de belleza y tranquilos nos esperan. Aún habrá de venir un tiempo en que los hombres y la naturaleza convivirán en armonía.
Ahora son los ipes color de rosa. Después vendrán los amarillos, y finalmente los blancos. Cada uno diciendo una cosa diferente. Tres partes de un misma broma musical que ciertamente habría sido compuesta por Vivaldi o por Mozart, si hubieran vivido aquí.
Primer movimiento “Ipe Rosa”, andante tranquilo, como el coral de Bach que describe a las borregas pastando. Se oiría el sonido campirano del órgano.
Segundo movimiento “Ipe Amarillo”, rondo vívase, en el que los metales, colores parecidos a los del ipe, hacen sonar la exuberancia de la vida.
Tercer movimiento “Ipe Blanco”, moderato, en que los violoncelos hablan de paz y esperanza.
Pienso que los ipes son una metáfora de lo que podríamos ser nosotros. Sería bueno que nos pudiéramos abrir al amor en el invierno…
Se que corro el riesgo de ser considerado loco, mas ve a visitar a los ipes y diles que ellos hacen al mundo mas bello. Ni oirán, ni responderán. Están muy ocupados con el tiempo de amar, que es tan corto. Quizá te suceda lo que le pasó a Moisés, sentir que ahí resplandece la gloria divina.
“Vean como estan agradecidas…”
Cuando llovía, después de un sol muy caliente, a
Mi papá le gustaba ponerse en la ventana de la casa vieja, allá en el estado de Minas, viendo las plantas del patio, cada una de ellas haciendo los gestos que sabían: jitomates, hortalizas, mangales, exhalando sus perfumes. Las hojas de col y de acelgas, jugando a juntar gotas de agua, grandes y brillantes. Los árboles y arbustos ejecutando sus pasos de baile, balanceando sus ramas, bajo las gotitas que caían…
El miraba, sonreía, aspiraba su pipa y decía:
“Sólo vean cómo están agradecidas…”
Como si cada hierbita se pareciera a nosotros y tuviese, secretamente, alegría de vivir. De ahí su agradecimiento perfumado, juguetón, bailarín bajo la lluvia… Veía en los movimientos de las plantas del patio, gestos litúrgicos, celebraciones del puro placer de estar vivas.
Sé que eso parece extraño. Nuestros ojos fueron desencantados hace mucho. Aquel poder mágico/poético descrito por Blake, de ver el infinito en un grano de arena, ya no sabemos donde quedó. Las plantas del patio dejaron de ser compañeras nuestras y las conocemos sólo como cosas semimuertas, cortadas, silenciosas, en los puestos del tianguis, en bolsas de plásticos. Pero yo no puedo olvidar: sigo viviendo en el mundo mágico de mi infancia. Las plantas son mis hermanas y compañeras y aman la dulzura de la vida tanto como nosotros. No sé si eso es verdad. Pero sé que es muy bello… Y también la vida se hace más bonita; pensar que no estamos solitos, que no somos los únicos seres importantes, que este mundo maravilloso en el cual vivimos es misterioso, que todas las cosas están vivas y ligadas unas a otras, partes de un mismo cuerpo…
Mi cuerpo no termina en mi piel.
Se extiende por el espacio sin fin.
Me acuerdo de Jorge Luis Borges diciendo que “vamos caminando muy seguros y, de repente, vemos una puesta de sol, y estamos perdidos de nuevo”. Es que la puesta de sol no es sólo algo que suceda allá afuera. Es una metáfora poética que vive en mí. Y cuando sus colores se van metamorfoseando por el amarillo, el lila, el naranja, el marrón, el rojo hasta perderse en la noche, eso mismo dentro de nosotros sucede. De ahí la tristeza. Todo lo que vemos son pedazos arrancados de nuestro cuerpo. El aire, el agua, la comida todo es extensión de nosotros mismos. Pero eso no es suficiente. No basta vivir. Es necesario que haya belleza. Una gota de rocío no me hace vivir o morir, pero su magia me llena de gratitud, y pienso que valió la pena haber creado el universo por aquel milagro fugaz. Miro a los cielos estrellados, allá está Sirio, la estrella más brillante, su luz no me hace vivir o morir, al fin ella está muy lejos… Pero despierta, en mi cuerpo, pensamientos sobre eternidades que ya pasaron y después de que yo ya no exista, seguirá brillando.
¡Cómo es bello este mundo!.
Dicen los poemas sagrados que el creador, después de que terminó su obra, se detuvo y, con los ojos extasiados, dijo: “¡Que lindo…!”
Es por eso que, a veces, siento una terrible tristeza, una voluntad de no partir nunca, ser como el ave Fénix, resurgir siempre de las cenizas. Que no me consuelen con promesas de inmortalidad del alma, soy un ser de este mundo. Mi cuerpo necesita de los perfumes, de los colores, de los gestos, de los sonidos, de las caricias… ¿Podría, por casualidad, existir un caqui* espiritual, o un mar que no fuese agua? Me acuerdo de Cecilia Meireles: “Pregunto si este mundo existe y si, después de navegar llegamos a un lugar final… Lo que será tal vez más triste: sin barcas, sin gaviotas, sola- mente compañías sobre humanas…”. No, no quiero partir, mi cuerpo pertenece a este mundo. Y es este el único sentido que le encuentro en esta línea metafórica a la Pascua, cuando la vida regresa de la muerte, obstinadamente al cuerpo. No sé si es verdad, pero el poema es bello y dice la verdad de mi deseo. Quiero eternamente resurgir a los encantos simples del mundo y poder seguir diciendo a las plantas que juegan bajo la lluvia:
“Vean, cómo están agradecidas…”
* Caqui: fruto muy sabroso originario de Japón (NdT).
Flor en la grieta de la roca
La cosa no tenía forma. No llegaba a ser carta. Era apenas una cartita escrita en una hoja de block amarillo, partida a la mitad. El nombre de la firma no me recordaba a nadie. Venía de algún lugar de los Estados Unidos, pensé que se trataba de alguna de esas personas raras que escriben cosas a desconocidos. Por alguna razón que ignoraba yo había sido escogido. Dos días después la carda de un amigo me explicó el misterio: la cartita me la enviaron desde una prisión, el preso había sido ejecutivo de una multinacional; de repente y sólo de repente, se dio cuenta de que la vida era muy breve y que su vedad más profunda estaba en otro lado. Aquello que estaba haciendo no era lo que él deseaba hacer. Lo que él realmente amaba, era la naturaleza con sus bellezas y misterios: el silencio de las montañas cubiertas de nieve, los bosques con sus árboles y sus animales, los ríos de aguas cristalinas. Y sabía, sin embargo, que por todos lados los hombres de guerra la estaban violentado, llenándola de instrumentos de muerte: fábricas de bombas nucleares, fortalezas subterráneas donde se anidaban cohetes llenos de muerte. ¿Qué ganaba con entregar su vida al enriquecimiento de una inmensa soledad los hombres muertos, los bosques quemados, las montañas solitarias, los ríos transformados en veneno? Y renunció. Pensaron que le habían ofrecido un empleo mejor, pero cuando contó lo que quería hacer lo juzgaron loco. Se deshizo de todo lo que tenía: es necesario levedad, nada que detenga. Puso las pocas cosas que le eran necesarias en una mochila: pues se puede vivir con muy poco. Entre sus cosas, dos o tres libros, pues es bueno caminar con aquellos que sueñan los mismos sueños, aunque estén distantes y lo que se tiene de ellos sea sólo lo que escribieron. Así, también lejos, se forma la compañía de los conspiradores, personas que respiran el mismo aire, conspirar.
Nos hicimos amigos sin nunca habernos visto antes. Sin tener casa fija, se juntó un grupo de pacifistas. Pero, ¿qué puede hacer un grupito insignificante contra el poder de la muerte? Muy poco. Pero no importa. Es necesario obedecer la voz interior de la verdad. Contra la locura fuerte de los hombres de guerra sólo queda la locura mansa de los hombre de paz. Pasaron, entonces, de forma obstinad y tranquila a hacer una única cosa. Invadieron pacíficamente las instalaciones nucleares norteamericanas, caminaron en dirección a donde se fabricaba la muerte y se asentaron en los locales rigurosamente prohibidos. ¿Para qué? Sólo para decir su verdad, que preferirían morir que matar, que la derrota militar es preferible a la destrucción del mundo. Mil años de cautiverio son preferibles a una victoria nuclear, pues en el cautiverio permanece la esperanza de que la vida podrá nacer libre de nuevo, pero en una victoria nuclear sólo sobrarán los muertos. La vida es un valor más alto que las ilusiones de la guerra.
Su gesto manso duró poco, porque la muerte no anda a pie. Luego llegaron los soldados armados y se los llevaron presos y fueron condenados por los tribunales a cusa de la lealtad a su verdad. Aquella cartita rara me vino de unas de esas prisiones. Hace dos años me escribió nuevamente, de otra prisión. Sería libera- do al día siguiente y me contaba de su alegría, pues a las pocas horas podría volver a ver de nuevo los cielos estrellados. Me contó lo que sucedería. Sus amigos y él habían resuelto repetir el mismo gesto, se irían a sentar sobre los silos atómicos –los lugares donde los cohetes están guardados en posición de disparo- de una instalación nuclear localizada en el norte de los Estados Unidos. El lugar era lindo, un paraíso, una reserva forestal llena de todas las formas de vida. Por una semana se quedarían ahí, gozando la belleza de los bosques, de los animales, de los ríos; me describió al detalle las aves y los animales. Me comentó de la alegría mística que tal comunión con la naturaleza le daba: sentimiento muy próximo a lo sagrado, pues la naturaleza esta llena de belleza y de misterios. Después de una semana, todos caminaron hacia los silos, se sentaron sobre ellos y a los pocos minutos estaban presos.
El año pasado, dos semanas antes de la Semana Santa, me escribió contando que harían cosas semejantes en el Domingo de Pascua, para testimoniar el triunfo de la vida sobre la muerte. Y ahora, de nuevo fuera de prisión, me escribió de un monasterio trapense, en lo alto de las montañas rocosas. Se preparaban para subir hasta lugares más altos, para experimentar una semana de soledad y de silencio. Allá lejos del verbalismo, cerca de la tranquilidad donde se puede escuchar la voz de la verdad interior.
Desde lejos, y sin nunca haberlo visto, él me ayuda a vivir. El mundo está lleno de personas simples y nobles, capaces de los gestos más locos por la mera felicidad de su verdad. La vida está por todo el mundo y, para desilusión de la muerte que va comiendo cuerpos, bosques, mares y ríos, continúa afirmándose tesoneramente como una planta que nace en la grieta de una roca. Como mi “Gloria de la Mañana”, como el “Diente de León”, que la muerte cortó, y que siguen floreciendo, Ladon Sheats (así se llama mi amigo) persiste en florecer…
Uña de vaca
Nunca las había visto así, tan bonitas como este año. Claro que ya las conocía antes, pero no había nada que me conmoviese de ellas… Árboles comunes, hasta triviales, y si yo hubiese sido el jardinero, habría escogido otros. Pienso que algo tuvo que haber pasado en los cielos para que estén tan florecientes en la tierra. Cubiertos de flores blancas, rojas, rosas, y cuando tomamos a una en las manos, se descubre que tiene la misma simetría y la dignidad de una orquídea. ¿La diferencia? Las orquídeas son flores snobs que cuestan caras, pera éstas se dan por ahí, en todos los lugares. Si yo fuera a reescribir el poema de Brecha, pondría el nombre de ellas como una de las felicidades del vivir.
¿Ah! Ustedes no saben de lo que se trata… Las palabras están en el vacío… ¿Qué flor es esa? Si les hubiera dicho un nombre entonces tendrían, tal vez, la evocación de un perfume. O podrían decir: “Tengo una planta floreando justo en la puerta de mi casa…” Pero yo no les dije el nombre. Y con eso les estoy robando una felicidad. Nietzsche decía que los hombres inventaron nombres para poder tener el placer en las cosas… Extraño, ¿no? No si pensáramos un poquitito. Porque el nombre es invocación mágica que tiene el poder de hacer presente, ahí donde tu estás, a la cosa que está ausente, en la cual vive la felicidad. La palabra es como una taza donde está un poco de la bondad de la cosa. Me acuerdo de poemas leídos en mi adolescencia sobre el amor de Ines de Castro. Y el poeta, como hablando con la joven, expresaba que ella andaba “diciendo a los campos y a las hierbitas el nombre que en el pecho tenía escrito…” El nombre revela la cara de nuestra felicidad. Fue por eso que el Creador, después de terminar de plantar el jardín, estando todo listo, determinó que el hombre le diese un nombre a las cosas. Para que descubriera la felicidad que vive en ellas.
Y es por esto que me puse molesto al recordar el nombre que le pusieron: tan ligera, ligerísima, casi una estrella, orquídea proletaria para todos. Y la llamaron “Uña de Vaca”. Definitivamente una insolencia. Mas, en la medida en que voy andando (pues todas estas ideas me vienen al andar) me acuerdo de las razones, al ver a algunas hojas, esparcidas por el suelo. Son una uña-de-vaca, sin quitar ni poner. Entiendo más: el que inventó ese nombre debió ser una persona que andaba con los ojos agachados, sin mayor amor por aquello que existía a su lado o arriba de su cabeza. La posición de la cabeza hace toda la diferencia. La depresión mira para abajo, si acaso mirase hacia arriba, la cosa sería otra, como si las vacas estuviesen volando. Es esto lo que el follaje sugiere. Centenas, millares de uñas de vaca, balanceándose al viento. Y quiero creer que, si el pintor Chagall hubiera vivido entre nosotros habría añadido al asno volador que él puso en el cielo de sus telas, también a las vacas voladoras que cargan flores en sus cuernos. ¿No es eso pues? Vacas floreadas. Y me responderán diciendo que las vacas, por ser pesa- das y no tener alas, no pueden volar, jamás. A lo que yo respondería que cualquier bicho que carga tantas flores en sus cuernos tiene, obligadamente, que volar. Pues es ésta la función de la belleza: volver ligeras las cosas que son pesadas. Y descubro de nuevo mi hermandad con Guimaraes Rosa, que decía que la cosa no está ni en la partida ni en la llegada, sino en la travesía. No quiero llegar. Quiero seguir andando, bajo las vacas voladoras. Veo sus uñas recortadas en las hojas. Pero sé que son las flores en la de sus cuernos las que las hacen volar. No, no es necesario ir a lugar alguno. Basta andar por ahí, sin destino, para comenzar a volar también.
Mi huerto mi altar
Hice un huerto en mi patio. No es grande. Pero tiene coles, espinacas, alfalfa, zanahorias, cilantro, verduras de la gente pobre allá en mi estado, hortalizas y condimentos. Cerca de la pared creció un pie de maracuyá, que ya dio a más no poder y ahora se está secando. Es bueno ir allá para ver crecer las cosas, especialmente después de la lluvia, cuando se ponen agradecidas, como dice mi papa. Es bueno ver aquella tierra que el estiércol fertilizó, tan diferente de cuando está dura y seca antes de que la hubieran embarazado el deseo y las manos.
Pienso que la tierra también tiene gratitud al verse así tan gorda. Pero el cuerpo necesita de algo más que sólo cosas para comer. El pan es poco: la vida necesita también de alegrías y cariños. Y fue por eso que planté cosas buenas para oler, ver, agradar. El heliotropo japonés, decenas de racimos rojos; la magnolia, el jazmín, los colorines, las camelinas, los alcatraces, el gran duque, los helechos, las margaritas, las varitas de nardo, las gladiolas. Un naranjo por el perfume de sus azares, por el perfume de sus hojas, por el buen humor de los naranjos en flor.
¿Ya pensaste en eso, que las frutas tienen un humor especial, cada una diferente de otra?. Las manzanas y las peras son serias, no dicen chistes y son propias para aparecer en reuniones de personas importantes. Los plátanos y los cocos (excepto los dominicos que son los bobos de la corte) son antes que nada, simples, sin asunto. La chirimoya es una gran carcajada. Las naranjas, las cerezas, el caqui son cosas juguetonas. Hasta pienso que la fruta prohibida en el paraíso no fue la manzana, como dicen muchos, sino que fue el caqui. ¿Existirá fruta más erótica? Las uvas tienen un aire de nobleza, combinan con la música erudita.
Planté un cerezo después de mi primera experiencia de robo. Cuando era niño, el vecino tenía un cerezo cargado de frutillas rojas que ahí estaban, nadie agarraba. Subirme al muro e ir a robar era lo máximo para mí. Até una lata de tomate en la punta de una rama y así robaba las cerezas, para mi alegría y para la sonrisa de Dios. Sólo hasta mucho más tarde descubrí que, ya en aquél momento, se delineaba mi vocación teológica, pues San Agustín hacia lo mismo, sólo que con unas peras verdes y ácidas. Es muy bueno el gusto por la fruta prohibida. Y la teología es eso, un deseo de robar a los dioses sus frutos buenos, disfrazados de poemas…
La producción en mi patio no es grande. Pero la imaginación y la alegría crecen al ver a la tierra y a las cosas que en ella se dan y prometen. Para mí, aquel huerto es más que huerto y jardín, es un altar. Altar es un lugar donde los ojos, al ver las cosas que se pueden ver, ven también otras con el ojo interior. Al ver mi jardín y agradarme por sus colores y perfumes, pienso que también yo crezco en él. Soy un hermano de las coles y de las flores: mi cuerpo es un hijo de la tierra. Y es por eso (yo pienso) que me pongo contento al ver la tierra feliz, pero me enojo al ver aquellas casas en que los jardines fueron sustituidos por losetas y asfalto. Es un cementerio para mí, e imagino a la tierra, mi madre, enterrada, sofocada, llena de vida, de semillas que no pueden brotar.
Las personas sofocan la tierra para evitar la inmundicia. Tierra es inmundicia. Ya perdieron la memoria de sus orígenes: prefieren el cemento, lo sintético, los azulejos, la formaica: seres de hospitales que toman un baño de pinol para tener un olorcito de limpieza.
En mi calle había un ipe rojo. Un día pasé por allí y, para mi horror, vi que le habían cortado una franja alrededor de su corteza para que se muriera: era como cortar las venas de una persona viva. Es que las flores ensuciaban el piso y daba mucho trabajo barrerlas. Me imagino que, si pudieran, plantarían en su lugar un árbol de plástico. El ipe está muerto, sin hojas. Y, de seguro, la persona que lo mató está feliz, por no tener ya que barrer la calle. Pero para mí, la tierra no es suciedad: es origen y destino, nacemos de la tierra y a ella volvemos. Somos nada más que tierra modificada, mezclada con agua, con aire, con fuego, como pensaban los filósofos de hace muchos siglos. Tierra, pedazo de mi cuerpo, mi cuerpo más allá de mi piel, seno que me alimenta, y si se secara, me muero. Eso es, son ideas como ésas las que me vienen a la cabeza cuando me pondo allí delante de mi altar, mi huerto, mi jardín…
Tengo derecho a la tierra como tengo derecho a mi propio cuerpo: porque la tierra pertenece al cuerpo, el cuerpo pertenece a la tierra. Y hasta di órdenes para ser cremado, cuando me muera, y que mis cenizas sean puestas en la raíz de un ipe amarillo. Es que tengo horror a los sepulcros, claustrofobia, y deseo que me devuelvan, con la mayor rapidez posible, a la circulación de fertilidad que aparece en la tierra. Que mi cuerpo se haga semilla.
Derecho a la tierra: el problema está dónde se ponen las cercas. Claro que las cercas son necesarias. La piel es una primera cerca, después está la ropa y la casa. No puedo ser invadido, quien dice eso es mi propio cuerpo, que siente, con inmensa sensibilidad, su necesidad de un espacio. Tengo, en un árbol, uno de esos bebederos para colibríes. Y uno de ellos ya se posesionó. Es interesante ver sus celos. Cuando aparece algún intruso, cerca de él, responde como una flecha para defender su agua.
Es la misma vida quien determina el círculo de espacio que le pertenece, que le es propio. De ahí propiedad: aquello que no me es extraño, que es parte de mí mismo, que no puede ser tocado sin que yo sienta. El espacio es propiedad de mi cuerpo y es uno de los derechos que la vida tiene. Los límites de mi tierra son los límites que necesito para vivir. La tierra es mi pan, mi aire, mi agua, mi calor. Pero existen aquellos que ponen cercas más allá de los límites de la necesidad de su cuerpo. Y así hacen aquello a lo que San Agustín le dio el nombre de “forma individuales de bien”. Claro que es un bien tener un pedazo de tierra. Pero es un bien individual, cuando se apropia de aquel espacio que es necesario para que el otro viva. Un latifundio está formado con la carne de todos aquellos que son dejados fuera de él. Y entonces sucede aquella extraña metamorfosis. Porque cuando la tierra es realmente propiedad, algo que le es propio al cuerpo, ella está constantemente siendo transforma- da en vida. Pero cuando la tierra es más de lo que mi cuerpo necesita, ella deja de ser vida y se transforma en lucro.
Lucro o ganancia es aquello que no fue consumido por la vida. Si fuese vida tendría que ser consumido, transformado en alimento. Pero es precisamente por esto, por no haber sido transformado en alimento, por lo que fue transformado en lucro. Y de esta forma puede ser acumulado, capitalizado, bajo la forma de dinero. Dinero es vida transformada en metal. Y cuan- do eso sucede, la tierra deja de ser un altar, un lugar sagrado, y pasa a ser una extensión del banco, lugar donde el capital se transforma en lucro: los dioses, dadores de vida, se transforman en demonios, come- dores de cuerpos, de ahí la violencia.
Por eso vuelvo a mi huerto, paseo por mi jardín, y ahí reaprendo las lecciones de los poemas sagrados. Que la tierra pertenece a Dios, que no tenemos derecho de poner en ella cercas de alambre con púas, que ella es sacramento ofrecido a la vida y quienes están privados de la tierra es como si tuvieran amputadas partes de su propio cuerpo.
Quien sabe si llegará el día en que el más bello altar del amor humano será aquél de los patios y ejidos donde crecen las lecciones más bellas de lo sagrado, que son lecciones del valor supremo de la vida que nos ofrece la tierra…
El regreso del arado
Según aquellos poemas sagrados que cuentan sobre nuestros orígenes, yo fue hecho de cosas muy propias de este mundo: la tierra, el agua, el viendo. Y creo que sí, pues yo amo todas esas cosas. Amo a la tierra, amo al viento, amo al agua y me siento feliz en medio de ellas, hermanas mías, continuación de mi cuerpo. No siento nostalgia de los cielos. Me asustan las compañías sobre-humanas. Quiero a los barcos, a la gaviota, al mar, a los árboles, al vacío donde navegan las nubes, donde vuelan las aves, donde se alzan los papalotes; con sus perfumes, colores, ruidos, gustos y memorias…
Amo también las cosas urbanas. La plaza con los enamorados, los viejecitos y los niños. El kiosco vacío lleno de nostalgias donde se oía la banda tocar. La mesa del bar, el helado y el refresco, las conversaciones sin fin, las declaraciones de amor. El concierto, el teatro, el cementerio. ¿Ya notaron que los cementerios son tranquilos? Los relojes se paran, se respira un aire de muchos años atrás. Y las ferias y los mercados, repletos de frutas y verduras –que siguen teniendo los mismos colores y olores a pesar de la inflación. Todas esas cosas viven dentro de mí. Pienso, inclusive, que nosotros somos las cosas que viven dentro de nosotros. Por eso existen las personas bonitas. No por su cara sino por la exuberancia de su mundo interior. Está la historia de la linda princesita que fue hechizada y siempre que abría la boca sólo salían de ella víboras, sapos y lagartos. Pero hay otros que, cuando hablan, salen de ellos un arcoiris.
Me pondo triste pensando que, al morir, no estaré mas aquí para cuidar de esas cosas y para decirles que son bellas. Me gustaría que existiera alguien que las cuidara. Dicen que eso es bobería. Murió, acabó. Pero mientras tanto, estoy vivo y no puedo dejar de pensar en aquellos que tomarán mi lugar. Deseo que las cosas que yo amo, sigan siendo amadas y cuidadas, aún después de mi partida.
Sé que volveré al mundo vegetal-mineral de don- de salí. Pero sucede que en mí viven cosas que este mundo mineral-vegetal no entiende, pues él vive en el olvido. Historias, poemas, canciones, sueños, rostros. Esas cosas son el alma de mi mundo y sólo sobrevivirán si hubiera alguien que las ame como yo las amo. Esto es lo que las generaciones más viejas esperan de los jóvenes; una complicidad con los objetos de amor. Y es por eso que generan hijos –no por accidente biológico- sino porque en nosotros existe el deseo de que a alguien le podamos entregar el mundo que amamos, como herencia. Ellos cuidarán de él después de nuestra partida.
Pero parece que las cosas no suceden así. Y si el psicoanálisis eligió el mito de Edipo como prototipo de las relaciones entre hijos y padres, fue porque descubrió odio y envidia, venganza y muerte para separar a las generaciones. Y hasta las historias infantiles dicen la misma cosa. La madrastra envía a Blanca Nieves al bosque para que la mate el cazador. Y así las generaciones se suceden, bajo la maldición de la enemistad.
Pero existe otro mido. Cuando Grecia se preparaba para la guerra de Troya, mandó convocar a sus héroes para las batallas.. Agamenón, Palamades y Menéalo fueron encargados de traer a Ulises. Pero él se había casado, hacia poco, y se deleitada con su hijito recién nacido. No le parecía nada más terrible que una guerra que lo separase de su esposa y del niño. Decidió pasar por loco. Se puso un sombrero cónico en la cabeza, amarró un buey y un burro a un arado, y se puso a arar la arena donde sembraba sal. Palamades desconfió, y trató de deshacer el engaño. Agarro al bebito y lo puso en la misma dirección del arado que se acercaba. Ulises hizo que que el arado se desviase en semicírculo en torno al niño.Y con eso se Descubrió.Tuvo que ir a la guerra…
Es una historia de ternura: un papá se traiciona para salvar a su hijo. Siempre que se anuncia el nacimiento de un niño se anuncia también la repetición de esa historia inolvidable. Muchos arados serán desviados… Y con eso se anuncia la cosa más bella que puede existir: los lazos de amor que unen a las gene- raciones que van pasando. Y así sabemos que habrá alguien que cuidará las cosas bellas que amamos…
“…De la alegria, siempre un aprendiz…”
Me conmuevo cada vez que escucho el final de la canción que Chico Buarque* escribió para su hija recién nacida, expresando su mejor deseo: “…y que tú seas de la alegría siempre una aprendiz…”
¿Habrá cosa mayor que se pueda desear? Pienso que no. Y pienso que Beethoven estaría de acuerdo. Al final de su obra máxima , la Novena Sinfonía, lo que el coro canta es la “Oda a la Alegría”, de Schiller. Y también Nietzsche, filósofo extraño, que no se avergonzaba de tratar un tema con tan poca respetabalidad académica (vemos que en nuestras escuela la alegría no es tópico que aparezca en ningún curriculum…), decía que nuestro único pecado original es la falta de alegría.
Alegría es lo que sucede en el cuerpo cuando se encuentra con aquello que deseaba. Cosa simple y efímera… En un momento de mucha depresión, Brecha escribió un poema para recordar las alegrías a su alrededor, al que dio el nombre de “Felicidades”, Es bueno que sea sí, felicidades, en plural. Porque ella no es una y final, siempre son pequeñas y pasajeras. No me acuerdo de sus palabras, pero era algo parecido a esto: “El buen calor de las cobijas, la flojera al despertarse, una ducha caliente, café con leche, pan y mantequilla; un gorrión que acostumbra a diario estar en la rama del árbol (y las tortolitas…), las jacarandas floridas y también las florecitas de San Juan, un zapato viejo, caminar por las calles en las mañanas muy temprano, y el cielo estrellado, silencioso. Ese cantar de los grillos (que me hace acordar de un haikú de Basho o de Cri Cri). Leer a Basho, a Guimaraes Rosa. Encontrar el libro que se cría perdido…” Y tú podrás continuar, componiendo tu propio poema, haciendo una lista de tus felicidades. Pero sucede que somos por demás estúpidos y pensamos que esas cosas deberían ser grandes y aparatosas. Todo lo contrario, son discretas, silenciosas y frágiles, como las pompas de jabón. Se van muy rápido, pero siempre se pueden soplar otras.
Yo pienso que este es el propósito de la vida. Cosa de niños… Claro felicidad es volver a ser niño. Quien lo dice es el psicoanálisis y una antigua tradición religiosa que llegó al punto de afirmar que la mayor seriedad de Dios sucedió cuando él se hizo niño. ¿Ya leyeron el poema sobre el niño Dios de Fernando Pessoa*, alias Alberto Caeiro? Es necesario leerlo. Los niños saben mucho de eso: que el propósito único de la vida es el placer. San Agustín, de incuestionable ortodoxia, decía que las cosas de la vida se dividen en dos tipos: las cosas para usarse no son fines en sí mismas, como una charola, una guitarra, un serrucho. Buena no es la charola, sino el pastel que se cocina en ella.
El pastel es el objeto de uso; un poquito de felicidad. Buena en sí no es la guitarra, sino la música que se toca con ella, pues la música es alegría, objeto de usufructo. Y bien en sí no es el serrucho, sino la casita para la muñeca que se hace con él y que hace brillar los ojos de la niña. Felicidad son los ojos de la niña…
Digo que el objeto de la vida es éste: el placer… ¿Habrá algo mejor? ¿El trabajo? Pero el objeto del trabajo es el jardín que se hace, la case que se construye o el libro que se escribe… ¿O será la ciencia? Los científicos de otros tiempos sabían que la única finalidad de la ciencia era aliviar el sufrimiento y tornar posible la construcción del paraíso… ¿La revolución social? ¿Pero para qué se hacen las revoluciones? ¿No será, por casualidad, para poner fin a los utensilios del sufrimiento y así las personas puedan ser libres para disfrutar el jardín?
El objetivo de la vida es el placer. Hasta las mismas religiones lo reconocen al hablar de una bienaventuranza futura que, si se cree en las palabras de Jesús, será el tiempo en el que todos volveremos a ser niños.
Y propongo entonces esta definición insólita de lo que debería ser la política; el arte y la disciplina de preparar el espacio para la explosión del placer y la alegría del cuerpo.
Para ello, es claro, los políticos tendrían que ser un poco diferentes de lo que ahora son. Porque no hay nadie que les crea que es eso lo que tienen en mente. Me consta que el único lugar en que la alegría aparece en el ideario político es el triste “tren de la alegría”, en el cual son muy pocos los que se embarcan. Lo que parece, no importa el partido, es que la política sufre de una perversión colectiva: los políticos sólo saben tener el placer en el poder. Claro que hablan de cosas de amor. Pero no creen en ellas. Su lenguaje no fue hecho para revelar sino para esconder. Sucede como cuando vamos a pescar: las cosas del amor son sólo carnada que se coloca en el anzuelo para que el pez votante sea atrapado y luego transformado en pesca- do… Para creerles, sería necesario que los políticos se parecieran más a los niños…
*Chico Buarque de Holanda, Compositor y Cantante Brasileño del nuevo canto, famoso por burlar a la Dictadura con sus canciones y descendiente de familia de literatos (NdT)
*Fernando Pessoa, 1888-1935, pilar de las letras portuguesas, utilizó tres seudónimos, Albeto Caeiro, filósofo antimetafísico; Ricardo Reis, horaciano y Alvaro de Campos, futurista. Escepticismo y ansía de absoluto lo caracterizan. Traducido en 1961 al español por Paz en una antología (NdT)
Este inmenso maternal vacio
Para que los niños duerman en la oscuridad, sin miedo, no existe nada mejor que el regazo de la madre. Esto se vuelve extraño, pues justamente los cuentos que se contaban para que el sueño viniese más de prisa, ponen a las madres lejos, muy lejos. En “Blanca Nieves” apenas aparece por un instante, cuando la sangre gotea y enrojece la nieve acumulada en el marco de negro ébano de la ventana; y ella desea entonces tener una hija con la piel blanca como la nieve, mejillas rojas como la sangre y cabellos negros como el ébano. Pero la madre existe sólo en este momento efímero del deseo, pues se muere luego que la niña nace. Del padre, no se tiene noticia. En la “Cenicienta” sucede algo semejante. La historia se inicia con la muerte de la madre, el casamiento del padre con la madrastra y la distancia sin remedio del padre, que partió a un viaje sin regreso. Hay también otra, el padre viudo se casa con la vecina, partiendo para un largo viaje, la hija se queda a merced de la madrastra que acaba por enterrarla viva a causa de un higo de la higuera que un pajarito picó. Hay otras historias en que la madre aparece. Pero en ellas se parece más a la madrastra. Como es el caso de “Caperucita Roja”, niña boba que la madre envía solita al bosque, aún sabiendo que un lobo andaba por allá. O “Juan y María” que durante la noche escuchan horrorizados los planes que su padre y su madre hacían para matarlos y abandonarlos a las fieras del bosque.
Se repite el mismo guión, como si las historias, diferentes, fuesen sólo variaciones de un único tema: el abandono del niño, la entrega a la madrastra, sin tener a quien acudir, infinitamente lejos de un padre distante, infinitamente lejos de una madre que nada más es memoria, ausencia, un gran vacío en medio de la noche… somos huérfanos.
Y mientras tanto, esas tristes historias fueron las que nos hicieron dormir. ¿No les parece extraño eso? ¿Qué hayan sido repetidas por generaciones, que hayan sobrevivido? El secreto, tal vez, está en el hecho de que ellas cuentan, en el fondo, nuestra propia historia: somos niños perdidos en el bosque, aterrorizados por la noche que se acerca, por fuera y por dentro, resultando inútiles todos los gritos. Y no hay madre cuyo regazo sea lo bastante grande, como para hacer adormecer nuestro miedo.
En la lengua zulú, cuando alguien desea decir “muy lejos”, lo que se dice es una palabra que, si se traduce literalmente, diría…” Bonito eso, pues sugiere el dolor de este nombre: objeto supremo del deseo –ésta es la frase que se invoca en la soledad-, pero se sabe que nadie responderá, – estoy perdido.
Comprendo lo que hicieron los contadores de historias, al enviar a las madres lejos: es que no hay remedio para nuestra orfandad. A. No es por casualidad que este nombre haya sido transformado en un símbolo sagrado, madre de un Dios agonizante, Piedad: para decir que alguna mamá es esta Madre deseada, en todas ellas hay un poco de madrastra, y un podo de orfandad, también ellas están perdidas y dicen la palabra zulú…
Las historias hablan de nuestro mundo interior, y dicen que los universos que viven dentro de nuestro cuerpo giran todos en torno de un Gran Vacío que tiene el perfil de una mujer. ¿Ya observaron la escultura de Miguel Angel? No se trata de una madre real. Ella es demasiado joven, con rostro casi juvenil y los pliegues del vestido sugieren la belleza de un cuerpo de mujer. Sus ojos miran el vientre del hijo perdido, muerto, sus brazos lo acogen. Hasta la orfandad suprema, la de la misma muerte, se tornaría bella si escuchase a la Gran Madre Piedad contar historias.
Vive en nosotros la madrastra (para ser perdonada).
Vive en nosotros la niña perdida (cuyo nombre se escucha noche adentro).
Vive en nosotros este inmenso maternal vacío que calienta nuestros sueños (en cuyo regazo dormimos).
“Cuando yo muera, que sea niño, o más pequeño, tómame en tu regazo y llévame dentro de tu casa. Desviste mi ser humano cansado y déjame en tu cama. Y Cuéntame historias, en caso de que despierte, para volver a dormir. Y dame sueños tuyos para jugar hasta que nazca cualquier día que tu sabes cuál es” (Fernando Pessoa).
“Gloria de la mañana”
Planté frente a mi casa una enredadera. Tiene un nombre bonito: “Gloria de la Mañana”. Pensé que el ipe, en este periodo del año, está triste y sin colores, y se alegraría su tronco cenizo si se cubriese de flores azules. Y así fue, las semillas germinaron rápido, las ramas trepadoras crecieron delgadas y ondulantes, y la calle se llenó de pronto de un color nuevo…
Pienso que esta flor es muy especial, primero por su belleza. Simetría pentagonal, casi circular, un único pétalo en forma de cáliz y el azul claro, casi transparente. Se abre cuando el sol aparece, de allí su nombre: “Gloria de la Mañana”.
Todo eso es alegría. Walt Whitmann decía que una “Gloria de la Mañana” en su ventana le daba más placer que todos los libros de filosofía. Con lo que yo estoy de acuerdo, porque aquella flor dice alguna cosa. Nosotros siempre conversamos…
Pero, hay una tristeza: es efímera. Allá como a las doce del fía, cuando el calor es más intenso, comienzan a aparecer en su color azul, siniestras estrías rojas, señal de que su fin está llegando. Su vida no dura más de siete horas, luego el pétalo se arruga, se marchita, se enrosca, se vulva todo rojo, Murió. Nunca más. Si Vinícius la hubiera visto tal vez hubiese cambiado su poema:
“No es eterna, puesto que es flor, pero es infinita en cuanto dura…”
Me conmueve su tranquila belleza por la mañana –sin saber que en breve estará muerta, ¿o lo sabrá? Tal vez sea por eso mismo, por saberlo, que se abre con tan intensa belleza… Sabe que no hay tiempo que perder, que es inútil lamentar, que sólo le resta ser bella. Me quedo pensando sí lo mismo no sucedería con nosotros. Tal vez si nos diéramos cuenta que somos efímeros, como la “Gloria de la Mañana,” seríamos, tan bellos como ella..
Pero a la mañana siguiente nos espera una sorpresa. Porque la enredadera, que vio morir en la víspera las decenas de flores que la cubrían, ya se había vuelto a preparar. Y otras tantas se abren de nuevo al nacer el sol, repitiendo la misma belleza, la misma tristeza, como si fuese un tema que se renueva sin cesar: vida y muerte, vida y muerte…
Me gustaría ser como ella: vivir intensamente el momento que se me da, fiel apenas a la belleza que vive en mí.
Dije que la planté. Ella nació, creció, floreció. Pienso que alegró mucho a los que por ahí pasaron. Pero alguien se ofendió por tanta belleza y la arrancó. La volví a plantar, pero fue inútil . La vida a veces, es así: dado el golpe letal, no se recupera. Pensé en esta absurda asimetría entre la vida y la muerte. La vida, para ser, lleva tiempo, demanda paciencia, exige cuidados, hay que esperar. Pero la muerte viene súbita y definitiva. Un árbol se lleva años para crecer, el hacha lo tumba en pocos minutos.
Me espantó algo inesperado, el que siguiera floreciendo aún después de cortada, durante dos días. Me imaginé que su deseo de vivir, era tan intenso, que juntó la poca savia que le quedaba en sus ramas y floreció de nuevo con la misma belleza, sin ningún reclamo, sin ninguna espina. Me acordé del poema de Cecila Meireles:
“Sed así, cualquier cosa serena, imparcial, fiel.
Flor que se realiza sin pregunta”.
La muerte me entristeció. No la muerte que acontece después de siete horas de vida, cuando la flor ya cumplió su destino, sino la muerte que vive en el alma de los hombres. ¡!!
Pero no importa, recogí las semillas. Ya las sembre de byevi,
En breve tiempo habrá otra “Gloria de la Mañana” alrededor del mismo ipe.
Es domingo de Pascua.
Triunfo de la vida sobre la muerte.
Un buen día para sembrar una flor…
Otoño
Prefiero el otoño.
Lo encuentro más bonito, más sabio, más tranquilo.
La Primavera es linda, llena de colores, celos y olores. Pero no me conmueve. No encuentro en ella lugar para la nostalgia (saudade). Por eso le falta aquella gota de tristeza que habita en todo obra de arte, que existe en la paradisíaca inconsciencia del fin…
El Verano es diferente. Excita mi lado externo y me transforma en sol, cielo y mar. Me mezclo con su universo luminoso, caliente y sudoroso, lleno de cascadas y de limonadas heladas. Todo me invita a no pensar, sólo reír, gozar, disfrutar. Como dice Fernando Pessoa: el pensamiento es enfermedad de los ojos. A lo que yo aumentaría: del cuerpo entero. La gente piensa cuando le duele el diente, cuando el zapato aprieta, cuando el ansia quema, cuando el corazón tropieza. El cuerpo saludable es transparente. Sale de sí y se hace todo mar, cielo, sol. Es la enfermedad quien lo vuelve opaco. El Verano hace este milagro conmigo: me vacía de mí y yo me abandono (eróticamente) en sus brazos…
Pero el Otoño me llama de regreso. Me devuelve a mi verdad. Siento entonces el dolor bonito de la nostalgia, pedazo de mí, que no puedo olvidar.
Primero es aquella frescura por las mañanas y por las tardes. El Verano ya se fue. Adentro queda el sentimiento de que todo es despedida. El otoño tiene memoria. Es una cosa que se necesita para tener nostalgia; y nostalgia, como nos enseño Riobaldo, es una especie de vejez.
Después son los colores. El cielo, azul profundo, los árboles y el pasto de otro verde, mezclado con el dorado de los rayos inclinados del sol. Todo se hace más estimulante al caer la tarde, por el frío, por el crepúsculo, lo que revela el parentesco entre el Otoño y el atardecer. El otoño es el atardecer del año.
Y las tardes, como se sabe, son aquél tiempo del día cuando tristeza y belleza se mezclan. Y el mundo de adentro reverbera con el mundo de afuera. Jorge Luis Borges tenía razón; la gente va caminando sólidamente y, de repente, ve una puesta de sol y se pierde de nuevo. Es que la puesta de sol es más que una puesta de sol. Es “este puente precoz que azulea al sol entre los harapos finos de las nubes, mientras que la luna ya se ve, mística, al otro lado” (Pessoa); “Un último color penetrando en los árboles y hasta los pájaros, y este canto de gallos y tórtolas, muy lejano” (Cecilia). Cuando todo se pone quieto y el tiempo dice su paso en los colores que se suceden, el rosa, el rojo, el marrón, el naranja, el negro… se sabe entonces que llegó el fin. La puesta del sol es metáfora poética; y si lo sentimos así es porque su belleza triste vive en nuestro propio cuerpo. Somos seres crepusculares. Es por eso que ésa es la hora del terror nocturno, cuando las personas, acordándose de su parentesco con las aves, regresan ansiosas para casa y encienden las luces que no se apagan.
Me gusta ver los globos que suben… Algunos los prohíben. Pero son bellos. No se verían bonitos por la mañana, ni al medio día. Son entes del crepúsculo. Es necesario que la luz se haya ido para que su belleza (y sonrisa) aparezca al atardecer. ¿Cada globo no será eso? Una gran sonrisa al caer la noche…
Hay los placeres de la Primavera.
Hay los placeres del Verano.
Pero hay una alegría que sólo surge en el Otoño.
Quien espantado por el terror nocturno se refugia en casa, no puede ver ni la belleza del crepúsculo, ni la sonrisa de los globos. Estos son placeres que se dan solamente a aquellos que soportan el frio y los colores que se sumergen en lo oscuro.
Lo que me hace recordar aquella deliciosa historia Zen.
“Un hombre iba por la floresta, cuando oyó un rugido terrible. Era un león. Tuvo mucho miedo y se echó a correr. Pero el bosque era muy denso y el sol ya se estaba metiendo. No vio por donde iba, y se cayo en un precipicio. En su desesperación se agarró de una rama que se proyectaba sobre el abismo y allí se quedó. Fue entonces cuando mirando hacia la pared del precipicio, vio una pequeña plantita que ahí crecía. Era un pie de fresas. En él había una fesita bien roja. Extendió su brazo y la cogió”. Aquí termina la historia.
Hay fresas que se comen sobre el abismo.
Globos que sólo suben al crepúsculo.
Y bellezas que sólo existen en el Otoño.
Es preciso beber la taza hasta el final.
“Lecciones de abismo”
El campo se ondulaba al viento y la luz oblicua del otoño daba al vede de los pastizales tonos suaves de amarillo. Las pequeñas flores silvestres buscaban el denso tejido de la hierba y aparecían coloridos puntos por todos lados. Estas flores pasaban desapercibidas a los ojos acostumbrados a las cosas grandes. Pero quienes tenían el cuidado de bajarse a verlas, percibían la misma perfección simétrica de las flores grandes. Más delicadas. Miniaturas. Había un grato olor silvestre en el aire, mezclado con las abejas que zumbaban y se sabía con certeza, que en algún hueco de árbol, en alguna celdilla de panal, la miel se acumulaba. Palmeras.
Pero a lo lejos estaba lo denso de la vegetación, los árboles especialmente vigorosos y en formación compacta, la multitud de larvas verdes sobre el campo, anunciaban un riachuelo escondido. Ahí el aire era más fresco y la sombra burbujeaba al ruido del agua que rodaba sobre las piedras y mojaba árboles. Todo estaba lleno de la tranquilizante ausencia de los hombres y sus desechos. Un árbol viejo se había caído sobre el riachuelo, pero se rehusaba a morir del todo y aún en su posición horizontal lanzaba nuevos retoños verdes, y en u corteza arrugada, medio podrida, húmeda, verdeaban musgos afelpados y hasta los helechos. Desde ahí se podían ver vacas masticando su imperturbable tranquilidad sobre la sombra de los árboles tupidos.
Todo existía sin prisa. No se percibía ningún deseo insatisfecho en el aire. Todas las cosas decían silenciosamente: “Esto es así, y es bueno que sea siempre así…”. Y así era. Animales y plantas existían, como siempre se habían dado por milenios y sólo deseaban seguir existiendo sin otra novedad. Eran inconscientes felicidades. Solamente los infelices buscan cosas nuevas. Felicidad es, siempre, recuperar aquello que se perdió. Pero ahí se sabia que lo perdido tendría que regresar. El cuerpo, sustraído del tiempo, de la prisa que marca la infelicidad del progreso urbano, se reencontraba con sus orígenes ancestrales: el aire, la tierra, el agua, el sol. De nuevo en el paraíso, su origen y destino. Todo se volvía una sencilla transparencia. El deseo aparecía luminoso: sólo queremos la armonía. Y surgía un impulso loco de salir por ahí abrazando árboles, bebiendo el agua, tirada al pasto, respirando el aire y expresando a todos esta inmensa felicidad…
Pero, abruptamente, aparecen señales de un cataclismo de tiempos inmemoriales. La mansa tierra parecía interrumpida, rasgada por una herida profunda, abismal, garganta abierta que deja ver sus entrañas, paredes verticales de setenta metros, piedras negras y un riachuelo que desaparecía, precipitando sus desamparas aguas, en el espacio vació. El cuerpo se hace muy diferente. Ya no es más el compañero de las vacas que mastican la tranquilidad a la sombra de los árboles. Ahora mira hacia abajo, ve el abismo que se abre ahí, a sus pies, y sabe que su destino será el mismo que el del riachuelo, si da un paso más. A la orilla del peñasco, contempla la posibilidad de su propia desilusión. Adentro de la garganta está la muerte, pero lo fascinante es incontrolable porque la visión en fantástica. Los árboles, antes criaturas tranquilas, ahora son formas que se aferran a las rocas con sus raíces, dedos crispados en busca de las grietas donde agarrarse, sintiendo la atracción del vació.
Vivaldi se quedó ya atrás, con las vacas, con las abejas, con las florecitas. Ahora es Brahms a quien se escucha. Y es cierto que los pensamientos de los árboles del abismo no son los mismos de los árboles de la planicie. ¿Y yo, soy de la planicie o soy del abismo? Quiero ver el agua que no puedo ver, escondida en la verticalidad e la roca, y sólo hay una forma: haciéndome abismal también. El cuerpo se agarra del árbol colgado, las manos se crispan alrededor del tronco como continuación de las raíces. El cuerpo se suelta sobre el abismo y ve la metamorfosis del agua. Arriba, ella corre inocente, cantando, ignorando su destino inevitable. De repente, el salto al abismo… y entonces se pierde en gotitas sin cuenta, cada vez más pequeñas, hasta hacerse mera neblina a través de la cual la luz del sol se revela como arcoiris. Pero allá abajo se reencuentra, laguna mansa de aguas verdes, al lado de la cascada. Ahí los niños pueden jugar y si hubiera vacas en aquellas profundidades, claro que no tendrían mido de beber. Y el riachuelo aparece nuevamente, en el fondo del abismo. Se escucha de nuevo la música de Vivaldi.
El cuerpo se contorsiona y regresa del abismo a la planicie. Aún no ha llegado su hora para la gran sumergida. De nuevo, caminando por el gran campo, ya no es el mismo. Percibe entonces que el perfume extraño que portaba el viento, mezclado al perfume de la hierba, de las flores y de la miel, era el perfume de los abismos y de los vacíos. Quien nunca estuvo colgando en los abismo, no comprende la belleza de los campos. Como dice Rilke:
“Lo bello es el grado de lo terrible que aún soportamos y admiramos porque, impasible, desdeña destruirnos…”.
Mansos como los árboles a cuya sombra las vacas mastican, salvajes como los árboles que cuelgan sobre el abismo…
Enamorados
Shakespeare pudo haber encontrado otro final para la historia de Romero y Julieta. Pero no quiso. Fue cruel. Prefirió matarlos ¿Un final feliz como en las novelas no habría sido mejor? “Se casaron y fueron felices para siempre…” De las novelas nadie se vuelve acordar jamás, pero de Romeo y Julieta nadie se olvida porque es una historia que está escrita en nuestra propia alma. Parece que el amor sólo es eterno cuando se sacrifica aún joven “Infinito en cuanto dure” por no “ser eterno puesto que es llama”. Después de apagada la llama queda la memoria de su luz, como el crepúsculo. El amor es entidad crepuscular, su día es corto. Como aquella flor que tengo en mi jardín, “Gloria de la Mañana”, que se abre cuando el sol nace, azul celeste, pero al medio día ya esta surcada de líneas rojas, anunciando que a las dos de la tarde ya habrá anochecido. El enamoramiento tiene vida intensa y breve. Y es por eso que es tan bello y su memoria – saudade – vive y duele en nuestros cuerpos. Se queda como una nostalgia de un amor que durase para siempre. Romero y Julieta tenían que morir para que su historia expresara nuestra verdad y la quisiéramos, oír siempre de nuevo. ¿Ah, cómo sería bueno que fuéramos siempre jóvenes, puros y ardientes! Entonces el mundo entero sería luminoso y viviríamos cada día la promesa suprema de la religión: la resurrección del cuerpo. Cuerpos enamorados son los cuerpos resucitados.
Pero el enamoramiento se hace cosa cada vez más rara, porque sólo existe en el espacio más escaso de la distancia. Es la distancia, representada en el drama de Shakespeare por la muerte, lo que lo hace eternamente bello. Como la historia de la niña y el pájaro encantado. “Necesito irme”, decía el pájaro. “No te vayas”, decía la niña, ingenua. Y el pájaro respondía: “Me voy para que el amor regrese. ¿No entiendes que sólo me pongo encantado por causa de la nostalgia?=”. El enamoramiento se da solamente en el dolor de la distancia, cuando los dedos se tocan con suavidad. “Los amantes, decía Rilke, si no estuviera lo otro para ofuscarles la visión, sentirían la oscura presencia y se espantarían…”
El amor desesperado de Florentino Ariza por Firmita Daza en la novela de Gabriel García Márquez: No, no era en lo erótico del tocarse donde el amor crecía. Era en el dolor de la distancia donde la nostalgia vivía. Lo erótico necesita de la presencia huida de quien se ama. Quien tiene perdió… ¿Qué habría sido del amor eterno de Abelardo y Eloísa, si no fuese su fin los dos perdidamente apasionados, eternamente separados por las paredes de piedra de los conventos? Roland Barthes dice que lo erótico es el pedacito de piel que aparece entre el fin de la manga y el principio del guante, la parte de piel que se muestra en el fin del pantalón y el principio de la blusa. Casi nada se enseña. Todo es sugerido por esa estrecha abertura se abre el mundo infinito de la fantasía.
En el enamoramiento hacemos el amor con nuestras fantasías, encontramos el objeto huido de nuestra búsqueda inconsciente. Dice Fernando Pessoa:”Nadie ama a otro, sino lo que de sí hay en él o se supone…” Escuché a pintores chinos que me explicaban de las razones de la constante presencia de las brumas y neblinas en sus telas. Porque es ahí donde se aloja el misterio (l aparte de piel entre el pantalón y la blusa…). La fantasía se muestra en lo no dicho, en lo no mostrado. Ante la sombría profundidad de los bosques (Frost) la imaginación se pone erguida, erotizada y siente que ahí vive la belleza. Lo que no sucede con el arte que dice todo, pornografía, ofuscando la imaginación con sus detalles: Realismo. Lo que también acontece con el lenguaje científico, pornográfico por vocación, incapaz de convivir con las neblinas, en busca permanente de visibilidad total, abriendo pliegue por pliegue, doblez por doblez. No fue por accidente que Mallarmé y Debussy habían preparado el poema y la música mas llenos de neblinas y brumas, para que en este espacio se diera la danza erótica entre el fauno y las ninfas…
Y me vino una extraña hipótesis sobre las relaciones entre el enamoramiento y la política. Rilke, hablando de arte, sugirió que es un suspiro utópico que apunta hacia el objeto último e inalcanzable de nuestro deseo. ¿Pero no será eso mismo lo que se encuentra en la experiencia huida del enamoramiento? La utopía de que el universo entero se llegue amar. En 1984, escribe Orwel, que cuando los cuartos del departamento estaban vigilados sin cesar electrónicamente por los ojos abiertos del “Gran Hermano” (en nuestros tiempos eran los ojos abiertos del “Gran Padre…”), e impedían que Winston pudiera abrazar a la mujer amada -¿Crimen supremo!-, los amantes se fueron al campo y bajo el cielo abierto se entregaron uno al otro. Y comprendió que aquello había sido un acto político. Todo acto de amor es una denuncia de lo absurdo del poder. El mundo podría ser bueno… Y entonces fui asaltado por la curiosa idea de que lo que está en juego es un cambio de enamorados. Los que se entregan a la voluptuosidad del poder es porque no son capaces ya de la voluptuosidad del amor. ¿Quién sabe de los maridos formales y de las esposas ejemplares? ¿estarán enamorados? Lo dudo. Quien esta poseído por el amor, no se mueve bien en las cosas del poder…
Donde vive el amor
“Amor es la cosa más alegre.
Amor es la cosa más triste.
Por el amor digo palabras como lanzas.
Amor es la cosa más alegre.
Amor es la cosa más triste.
Amor es la cosa que más quiero.
Por el amor me pueden pulir,
Soy de piedra-jabón.
Alegre o triste,
Amor es lo que más quiero”
(Adélia Prado).
De acuerdo. ¿Puede haber algo mejor?
Pero es travieso –cosa extraña- como el viento. Una vez viene, otra vez va y no existen artes en el mundo que lo puedan atrapar. Como decía Fernando Pessoa:
“Ligero, ligero, muy ligero,
Un viento muy ligero pasa,
Y se va siempre muy ligero…”
¿En dónde vive para que podamos buscarlo? Sé que vive en algún lugar, pero ahí nadie puede llegar… Bueno, alguien lo hizo, pero la forma perdió crédito, y ahora casi nadie lo busca allá (pienso que sólo los poetas). El amor vive en el país de las palabras. Palabras -¿no son ellas “puentes y arcoiris que se extienden entre las cosas eternamente separadas?”
Mejor que un puente de palabras, arco iris al que nunca se llega, es un anillo de H. Stern. Diamantes. Dicen que son eternos. Por eso mismo son desgraciados, nunca combinan con el amor, que “no es eterno puesto que es llama”. Y lo que no es eterno es como el viento. Los diamantes, al contrario, son buenos para cortar vidrio, son duros e impenetrables, valen por lo que cuestan. Pero el amor no cuesta nada. Quien piensa que el amor cuesta y compra un anillo de H. Stern, es porque o no lo tiene o no entiende lo que es el amor. Diamante en el dedo, anillo, está garantizado, sólo se invierte tanto dinero en lo que se ama, buena inversión, como la casa y el automóvil. En el dedo, para que no salga nunca.
Pero el amor no es así, va y viene. Y es por eso que duele tanto. Cuando viene es la cosa más alegre. Cuando se va es la cosa más triste. Es como una puesta de sol. O mejor como una gota de lluvia en la hoja de un árbol: el rayo de sol la descompone en los siete colores del arco iris. Pero intenta agarrarla… Intenta ponerla en un anillo. En el anillo sólo caben cosas duras y muertas, quien las agarra, pierde.
El viento embotellado no sirve para elevar papalotes, y no hace volar el cabello… A la gota de lluvia que brilla en la hoja del árbol sólo podemos mirarla y extasiarnos. Algunos piensan que el matrimonio puede hacer el milagro, que es capaz de poner la gota de lluvia en el anillo, que él consigue enjaular al viento . Y hasta inventaron esta palabra terrible que vamos repitiendo sin reflexionar lo que significa: conyugal, con-yugo, bajo la misma coyunda, como pareja de bueyes, amarrados… gran fiesta, con video, todos igualitos, diferentes sólo en el color de las ropas, la novia está linda (todas), bocadillos y champagne, el discurso del papá que nadie escucha, los fotógrafos, irreverentes, atrapando todo, lo importante es mostrar el álbum colorido después. Pero toda la magia de nada sirve. La gota de lluvia ríe, el viento baila…
El amor vive en otro lugar: en las palabras. Por eso, Milan Kundera dice que comenzamos a amar a una mujer en el momento que ligamos su rostro a una metáfora poética. Amamos a una persona por la poesía que vemos escrita en su cuerpo. Bien lo decía Adélia Prado:
“que erótica es el alma”
Es extraño eso, porque se piensa que el amor vive en el cuerpo y hasta se le da el nombre de “hacer el amor” a la unión de dos cuerpos. Pero el cuerpo es como la flauta, el órgano, la guitarra, el violín – cosas que sólo se ponen bonitas cuando sale música de ella. Amamos un cuerpo por la música que nos hace oir. .Conozco muchos pianos cerrados, desafinados, importados, que nadie sabe tocar, pero que le dan un toque de elegancia al lugar. Quien tiene un piano debe ser sensible y, a veces, no sabe distinguir un acorde mayor de uno menor.
Amamos a una persona por las palabras que le oímos decir, a veces en silencia. Aún cuando se está “haciendo el amor” –muy bien, placer enorme en el cuerpo. Hasta los animalitos saben de eso y se ponen alucinados cuando el cuerpo berrea. Pero luego se olvidan, después del placer.
Cierto: hay veces que también nosotros somos animalitos. Pero el placer (breve) se transforma en alegría cuando, además del placer que el cuerpo siente (cosa narcisista), el alma escucha las palabras que viven dentro de los ojos:
“¿Cómo es bueno que tú existas! El universo entero se pone luminoso por ti. Voy a llorar cuando te vayas, te extrañaré, tendré nostalgias. Quedaré con un pedazo arrancado de mí. Será triste, tristeza que no dejaré por nada, pues ella marca tu presencia que se fue”.
No, no es el placer que se siente en el cuerpo, es la alegría que se siente en el alma. La gente se siente bonita. El otro es un espejo donde nos contemplamos y en sus ojos nuestra imagen se transfigura, y es como si fuésemos dioses. No hay placer en el cuerpo que resista un espejo feo. La madrastra de Blanca Nieves que lo diga…
Pero entonces ahí, sin que se sepa el por qué, la gota de lluvia cae, el viento se va y nos quedamos con las manos vacías. Y lo único que nos queda es esperar. Como esperamos que la Jacaranda florezca de nuevo. Las flores desaparecen pero volverán. El amor es eso: la dialéctica entre la alegría del encuentro y el dolor de la separación. Y en este espacio el amor sólo sobrevive gracias a algo que se llama fidelidad: la espera del regreso. De alguna manera la gota de lluvia aparecerá de otra vez, el viento permitirá que naveguemos de nuevo mar adentro. Muerte y resurrección. E la dialéctica del amor, está la propia dialéctica de lo divino. Quien no puede soportar el dolor de la separación, no está preparado para el amor. Porque amor es algo que no se tiene nunca. Es evento gratis. Aparece cuando quiere y sólo resta esperar. Y cuando él regresa, la alegría vuelve con él, y entonces sentimos que valió la pena soportar el dolor de la ausencia, por la alegría del reencuentro.
Tristeza
Hoy quiero hablar de la tristeza. No me pregunten por qué, pues yo mismo no lo sé. La tristeza no pide permiso, no da explicaciones, va llegando muy mansa y esparciendo su perfume de jazmín por las cosas, hasta que todas se ponen encantadas por la belleza que en ella vive. Se ponen bellas-tristes las nubes del cielo, tristes-bellos los jilgueros en las ramas de los árboles, bellos-tristes los objetos silenciosos de mi escritorio y hasta el mismo café de la mañana se pone triste-bello… La tristeza es siempre bella, pues es solamente el sentimiento que se tiene ante una belleza que se perdió…
No sé quién la llamó. ¿Habrá sido la visión de los bosques ardiendo, con sus predicciones de calientes desiertos y finales del mundo? ¿Pájaros huyendo para no regresar jamás? ¿O la visita a lugares antiguos que se aman? ¿Ah! ¨Quien ama, nunca debería regresar… Me acuerdo de los versos que declamé en el Grupo, el poeta visitando paisajes de otros tiempos y cadenciando su tristeza con una frase que se repite “¿Son estos los sitios? Lo son… Pero yo no soy el mismo. ¿;Marília, llamas tú? Espérame que ya voy…” Hasta la bien amada se pone a la espera cuando el cuerpo intenta recuperar los espacios perdidos. Eso me pasó. Visité lugares de mi infancia allá en Minas, y ví que la casa vieja donde viví ya no exite, ni el cerezo que regué ni las tres palmeras a cuya sombra me acogí. Ahí permanecí, delante de esas ausencias. Y me doy cuenta que la tristeza es esto: estar delante de un espacio donde un día se dio el encuentro, saber que tarde o temprano, todo lo que está presente se hará ausente. La tristeza, atestigua que el misterio de la despedida está grabado en nuestra propia carne. “¿Quién nos desvió así –preguntaba Rilke-, para que tuviésemos un aire de despedida en todo lo que hacemos?” No es esta o aquella despedida, los pequeños adioses apenas despiertan en nosotros la conciencia de que la vida es una despedida. Lo que Cecilia Meirelles decía a su abuela muerta, lo podemos decir de la vida entera: “Todo en ti era ausencia que se demoraba, una despedida lista para cumplirse…” Tristeza es eso, cuando lo bello y la despedida coinciden. Lo que revela nuestro propio secreto, hecho pedazos entre lo bello que nos haría eternamente felices, y nuestros brazos, demasiado cortos para asegurarlo.
“Cuando nos sentimos más seguros algo inesperado sucede: una puesta de sol… Y estamos perdidos de nuevo…” (E. Browning). Pero, ¿Qué será aquello que nos echa a perder? ¿La belleza es crepúsculo. Goethe decía sobre la puesta de sol: “Todo lo que ésta cercano se distancia”. A lo que Borges comenta: “Goethe se refería al crepúsculo, pero también a la vida. Al rato las cosas nos van abandonando”. La puesta de sol es triste porque nos cuenta que somos como ella: infinitamente bellos en nuestros colores, infinitamente nostálgicos en nuestros adioses.
La tristeza es el espacio entre lo bello y lo efímero, donde nace la poesía. No es por casualidad que los poetas repiten siempre el mismo tema. “Las nubes a la vuelta del sol que se pone”, decía Wordsworth, “alcanzan sus colores tristes de un ojo que contempla la mortalidad de los hombres…” Y así, los poetas van poniendo sus palabras sobre el vacío. No un vacío cualquiera, vacío “pedazo arrancado de mí”, mutilación de mi cuerpo. Ejercicio de saudade: es el revés de un parto, es arreglar un cuarto para el hijo que ya murió…”
Me acuerdo de Alvaro de Campos hablando del dolor que sentía al ver a los navíos que se alejaban del puerto. ¿Ah! Todo el puerto es una soledad de piedra… Todo el atracar, toda partida de navío es –lo siento en mí como a mi sangre- inconscientemente simbólica, terrible amenaza de revelaciones metafísicas. Y cuando el navío se aleja del puerto, de pronto reparo en que se abrió un espacio entre el muelle y el navío, no sé porque sufro una súbita angustia, una niebla de tristes sentimientos… que me envuelve en el recuero de una persona que misteriosamente fuese mía…”
Y es sólo ahora, Drummond, que comprendo lo que dices en tu poema “Ausencia”, donde afirmas no lastimar el espacio vació. No debería ser así… Sucede que después de la partida, sólo queda la herida, herida que no se dea curar, pues ella trae de nuevo a la memoria lo bello que una vez fue. “Por mucho tiempo pensé que la ausencia es carencia. E ignorante, lastimaba a la carencia. Hoy no la lastimo. No hay carencia en la ausencia. La ausencia es un estar en mí. Y la siento, blanca, tan pegada, acurrucada en mis brazos, que río y bailo e invento exclamaciones alegres, por que la ausencia, es ausencia asimilada, nadie me la robará jamás…” ¿No es extraño esto, que en la tristeza more la belleza y que se encuentre ahí mismo un poco de alegría? Es más bonito el dolor de quien arregla el cuarto del hijo que ya murió, que el vacío/vacío de quien no tiene ningún cuarto que arreglar.
Juego con mi tristeza como quien cuida de una amiga fiel…
Que no sea súbita
Odio la idea de una muerte repentina, aunque todos piensen que es la mejor. No estoy de acuerdo. Tiemblo al pensar que el jaguar negro pueda esta al acecho en la siguiente esquina. No quiero que sea súbita. Quiero tiempo para escribir mi haikú. Así era en la antigua tradición japonesa, como leí: ante la muerte próxima, el guerrero samurai ponía a descansar su espada y se volvía poeta.
Solamente un hailú…
Ante la muerte es así: decir todo, hablando poco, porque el tiempo es corto.
Mallarmé tenía el sueño de escribir un libro con una sola palabra. Pensé que estaba loco, pero después comprendí. Para escribir un libro así, de sólo una palabra, sería necesario haberse vuelto sabio, infinitamente sabio. Tan sabio que supiese cuál es la última palabra, aquella que permanece solitaria, después de que todas las otras se callasen. Pero eso es algo que sólo la Muerte enseña. Mallarmé ciertamente era su discípulo.
Es curioso que en la lengua alemana las palabras “poemas” y “denso” tengan la misma raíz, lo que revela mucho. En verdad, el poema es el habla elevado a su máxima densidad, nada es superfluo. Sin ninguna adiposidad, ningún adorno. Nada podría ser dicho de otra manera, pureza absoluta. Muchas palabras dentro de una sola: como si ella estuviese embarazada… Una Palabra que contenga todas las otras. En el Principio era la Palabra…” Lo que se opone a nuestra estupidez cotidiana: conocedores de muchas palabras e ignorantes de la palabra, como lamentaba T.S. Eliot. Y es sólo por eso que hablamos tanto…
Me acordé de los Licoes de Abismo, de Gustavo Corcao. El lamento de aquel que se descubriera condenado a morir: qué pena que la vida no sea como una sonata de Mozart: corta, veinte minutos, pero todo lo que se tiene que decir, se dice. Es cierto que el final es siempre triste, pero es bello. Y eso basta.
El último haikú es esto: el esfuerzo supremo para decir la belleza simple de la vida que se va.
Por eso tengo terror de ser engañado. Si estuviera a punto de morir, que me lo digan. Si dijeran que aún me quedan diez años, continuaría siendo bobo, mosca agitada en la tela de las mediocres y mezquinas rutinas de lo cotidiano. Pero si sólo me quedan seis meses, entonces todo se vuelve repentinamente puro y luminoso. Las cosas no esenciales se desprenden del cuerpo, como escamas inútiles. La muerte me informa sobre lo que realmente importa. Me daría el lujo de escoger a las personas con quienes conversar. Y podría guardar silencio, si lo desease. Delante de la muerte todo se disculpa… Creo que no leería más prosa, con algunas excepciones: Nietzche, Camus, Guimaraes Rosa. Todos ellos fueron aprendices de la misma maestra. Es cierto que no perdería un segundo con filosofía, y me dedicaría a la poesía con una voluptuosidad que hasta hoy no me permití porque la poesía pertenece al clima de verdad y encanto que la Muerte instaura. Y escucharía más a Bach y Beethoven. Además de usar mi cuerpo en el placer de cuidar mi jardín…
No, no es nada que me enferme, es que no tenemos opciones. La vida es aquello que hacemos con nuestra Muerte. O la miramos de frente y ella se hace amiga, o hacemos de cuenta que ella no toca a la puerta, y entonces entra nocturna por la puerta de la cocina, par irnos comiendo en silencio.
Es curioso que ella nada sepa sobre sí misma. Quienes saben sobre la Muerte son los vivos. La Muerte, al contrario, sólo habla de la vida y después de su mirar, todo queda con aquel aire de “ausencia que se demora, una despedida lista para cumplirse” (Cecilia Meireles), Y nos hace siempre la misma pregunta: “Al final, ¿qué es lo que estás esperando?” Como decía el brujo don Juan a su aprendiz: “La muerte es la única consejera sabia que tenemos. Siempre que tú sientas que todo va de mal en peor y que estás listo para ser aniquilado, voltea a tu Muerte y pregúntale si eso es verdad. Tu Muerte te dirá que estás errado. Nada es realmente importante fuera de su toque… Tu Muerte te encarará y te dirá: Todavía no te toca”. Y el chamán concluyó: “Uno de nosotros tiene que mudar, y rápido, uno de nosotros tiene que aprender que la Muerte es cazadora y está siempre a nuestra izquierda. Uno de nosotros tiene que aceptar el consejo de la Muerte y abandonar la maltita mezquindad que acompaña a los hombres que viven sus vidas como si la Muerte no les fuera a tocar nunca”.*
A veces llega demasiado cerca, el susto es infinito, y hasta en el cuerpo deja marcas de su paso. Pero si tuviéramos el coraje para mirarnos de frente, es cierto que nos haríamos sabios y la vida ganaría en la simplicidad y en la belleza de un haikú.
Se refiere al libro Las enseñanzas de don Juan, de Carlos Castañeda, Fondo de Cultura Económica, México, 1974.
Estoy cansado
“Estoy cansado”.
Así se iniciaba el poema de Alvaro Campos que tenía enfrente. Me identifiqué con él pues yo también estoy cansado. Y lo fui leyendo, estando de acuerdo. Parecía que yo mismo estaba hablando. Hasta que me di este golpe:
“Y la lujuria única de no tener esperanzas”.
Yo mismo pensaba que esto era la peor cosa: no esperar más como Pedro Pedreiro que va regresando, siempre atrás. Y ahora el poeta me contradecía, dando el nombre de lujuria única” a lo que yo siempre calificaba de horror supremo. Ahí terminaba mi paseo literario, con un tropezón. Y me acordé de Barthes, para quien el texto es bueno justamente en el lugar donde se aggruga y te hace tropezar, en oposición a aquellas partes lisas, superficies heladas, por donde el pensamiento se desliza fácil, sin pensar.
Caído, llamé a otros pensamientos en mi socorro:
Vinieron.
Primero me llegó aquella constatación sobre los enfermos que se saben portadores de un mal mortal. Al principio es el susto, la negación, la lucha desesperada –todos los milagros son posibles-, la contradicción, todo se alterna. Pero la muerte, meticulosa, ocupa progresivamente los espacios que le pertenecen. Hasta que el enfermo acepta que la lucha es inútil. Abandona la esperanza, desiste de luchar, y le sobreviene entonces una extraña tranquilidad, que señala que él ya se reconcilió con ella, con la muerte. Si se cree en los relatos de quien investigó, el enfermo finalmente encontró la paz. ¿Será esa la “lujuria única” de no tener esperanzas?
Después fueron recuerdos de lecturas de Fanon, hace muchos años. Los Condenados de la Tierra. Fanon tenía dos caras. Para el público, era un respetable psicoanalista burgués, dedicado al trabajo clínico. Pero en su lado nocturno tenía la cara clandestina, era miembro del movimiento para la liberación de Argelia. Y lo irónico es que ahí en su diván se acostaban sus enemigos, los torturadores de sus compañeros de lucha. Y uno de ellos le explicó la psicología de la tortura.
“El torturador”, decía, “trabaja en una estrecha franja entre la esperanza y la desesperación. Por eso toda cautela es poca. Es necesario que el prisionero no pierda nunca la esperanza, pues con la esperanza creerá que existe una salida, que su confesión podrá cambiar todo. Y nos dirá lo que queramos saber. Pero si perdiera la esperanza, si supiera que cualquier confesión será inútil, entonces se entregará a la muerte y ninguna tortura será capaz de arrancarle cosa alguna…”
Me vino entonces la extraña idea de que las palabras del poeta tal vez pudiesen ser repetidas también por nuestro pueblo: “Estoy cansado…”
Primero fue aquella larga lucha contra la enfermedad mortal, durante veinte años. Pero la esperanza siguió viva y por eso sobre vivió la resistencia. Después, la súbita esperanza del milagro y el pueblo rejuveneció, salió a las calles, habló, cantó, jugó, soñó y planeó el futuro –una cosa nueva y bonita habrá de ser creada.
¿Ah! Se olvidaron de la vieja sabiduría que dice que la mejora rápida del enfermo de muerte es mala señal… Y aparecieron entonces las señales irremediables de la enfermedad. Ya no con los anteriores colores, sino esparcidas por todos los lugares. Y la esperanza se fue destruyendo poco a poco.
No creo que lo crucial sea el sufrir. Un pueblo tiene una capacidad infinita para el sufrimiento. Es capaz de aceptar las mayores privaciones y de convivir con los mayores sacrificios si cree en la justicia de una causa y en la belleza del futuro. Prueba de eso son los pueblos que por decenios lucharon y luchan contra la opresión en medio de los más crueles sufrimientos. Pero eso solamente cuando el sufrimiento es parte de una disciplina para crearse un futuro nuevo. En la imagen evangélica: el sufrimiento de los dolores de parto, por la alegría de saber que una criatura va a nacer.
Pero cuando la esperanza se va, la muerte se aproxima. El sufrimiento pierde sentido. No más dolores de parto, sino el funeral del futuro que se amaba.
Pienso en el pueblo latinoamericano (brasileño, mexicano, etc.) no como un pueblo que sufre mucho (y sí sufre), sino como un pueblo de esperanza agonizante. Y es por eso que lo escuché repitiendo con el poeta:
“Ya basta”, “estoy cansado…”
Despues del entierro
Después del entierro es necesario reorganizar la casa.
Existe el momento del regreso de la sepultura, cuando las liturgias de la muerte se hicieron silenciosas y se encuentra uno con el espacio vacío que quedó, pues ahora lo que existe ahí es la presencia de una ausencia.
Antes había alguien que, de un modo o de otro, era un centro en torno al cual se daban gestos y sentimientos. Ahora, ¿qué gestos hacer? Objetos, ropas, retratos, la cama, el lugar en la mesa, las rutinas… Siguen ahí, se resisten a ser enterrados. Vivos, silenciosamente, nos preguntan: “¿Y ahora, qué es lo que vas hacer?” Empieza entonces otro entierro. Se abren las ventanas del cuarto, para ventilar, eso dicen. Pienso que tal vez sea más para exorcizar los últimos olores de la muerte. Después, las ropas que nunca más se usarán por el dueño y que deberán ser regaladas. Su presencia en los armarios es incómoda, porque están llenos de un cuerpo que no regresará más.
A veces es al contrario. Mi amigo dejó el cuarto de su hijito muerto del mismo modo, cama acomodada, juegos sobre los estantes, como si estuviera presto a regresar. “Nostalgia es el revés del parto. Es acomodar el cuarto para el hijo que ya murió…” Pasados muchos meses, recibí un poema de él sin explicaciones. Lo escribió para el hijo diciendo cómo la vida continuará, cómo él seguiría presente en todo y es especial en aquel cuarto que ahí quedará como continuación suya, una resistencia para aceptar el “nunca más”. Pero al final decía: “Sucede que el día está bonito, el cielo está azul, el aire está caliente y el mar continúa convidando como siempre. ¿Quieres saber una cosa? Voy a ponerme un short y a tomar un baño de mar…” Al poco tiempo, la vida retoma su ritmo y los espacios se reorganizan.
Pero hay que reorganizar los recuerdos, pues es allá donde continúa el dialogo silencio con quien ya murió. Cecília Meireles preguntaba a su abuela muerta, ante el espanto de su nueva forma “inmóvil, definitiva, modelado por la noche, por las estrellas, por sus manos… ¿Dónde quedó tu otro cuerpo?, ¿en la pared?, ¿en los muebles?, ¿en el techo? Me incliné sobre tu rostro, absoluto como un espejo. Y tristemente te buscaba…”
¿Qué recuerdo guardar?, ¿ese del cuerpo muerto? No, queremos otro cuerpo, aquél con quien seguimos conversando. Es como si la muerte, de repente, nos dijese que la verdad se encuentra en otro lugar, el cuerpo verdadero de la persona que murió es otro, que necesita ser reencontrado para ser guardado.
Roland Barthes fue a los álbumes de fotografías antiguas. Quería descubrir alguna foto donde pudiese percibir el aura que siempre rodeaba el cuerpo de su madre y que continuaba viva en él (lugar de su nostalgia). Hasta que la encontró en una foto muy vieja y borrosa de su madre siento niña.
Después de la muerte nos hacemos artistas: la nostalgia se encarga de reconstruir una imagen.
De mi padre, queda su retrato de una mirada perdida, mirando al espacio vacío, con la pipa en la boca, una humeada disolviendo los contornos. Dije “espacio vacío). Sólo para quien no lo conocía. Porque era ahí donde vivían sus seños. Puedo repetir con Cecilia: “Tu cuerpo era un espejo pensante del universo”. De él aprendí una fraternidad mística e infantil con plantas y animales. Cuando llovía, miraba para fuera a los árboles y decía: “Vean cómo están agradecidos”. Agradecido estaba también él, de que la vida fuese así tan generosa. Ya viejo se puso a criar gallina, lo que fue un desastre comercial pues no permitía que las matasen, cada una con su nombre propio y su placer era verlas al caer la noche, buscando los palos donde dormir. Era muy rico, perdió todo, se quedó pobre, pero pienso que nunca se lamentó. Nunca se acostumbró a la civilización, y tengo la impresión de que siempre tuvo nostalgias de las casas de adobe y de los corrales con cerezos donde paso su infancia. Dicen que le dio la esclerosis. Perdió el contacto con la realidad. Tal vez la verdad sea otra: regresó a su verdad, al “hogar desconocido” al que se refiere Álvaro de Campos, inaccesible a todos nosotros, los de acá de este lado. Entró a su canoa y remó hacia el tercer margen del río, como en el cuento de Guimaraes Rosa.
Mi madre era diferente. Una incapacidad total para la aspereza. Nunca oí de ella una palabra siquiera en tono rudo, lo que le daba un aire de flaqueza –cosa que debe haber sido un engaño, pues vivió noventa y tres años- La verdad era muy diferente: una fortaleza invaluable escondida en la mansedumbre, que la hizo ser la misma a lo largo de una vida llena de contrastes y tribulaciones que van, desde el lujo noble de una casona aristocrática colonial donde nació, hasta la rudeza de una hacienda minera, sin luz eléctrica, sin agua potable. Me acuerdo de ella yendo a la fuente por el agua necesaria para las cosas de la casa. Oí muchas historias que me contaba, historias que le habían sido contadas por las viejas esclavas. Y una de ellas era su acompañada por la estrofa “jingue-le-jingue… que euvou para Angola”. Por ella aprendí el gusto por la música y era a través de la música como conversábamos. Siempre que escucho la primera balada de Chopin me acuerdo de ella al piano. Ahora quedó encantada; comparo su modesta fortaleza con nuestra agitada flaqueza.
Cuando llega la hora de la muerte, llega la hora de contar historias. Y es así que la imagen amada continúa viva dentro de nosotros. Y, si lo sabemos o no, el hecho es que nosotros somos, las personas que viven dentro de nosotros. Somos las historias que contamos. De mi madre puedo decir lo que dice Vallejo: “Su cadáver estaba lleno de mundos”. Muchos de ellos nunca dichos, guardados como un secreto. La hora de la nostalgia es cuando nos imponemos el silencia y ahí, tal vez podamos oír aquello que nunca escuchamos, mientras los muertos estaban vivos. La muerte no deja de ser la hora de la verdad. Y con eso, nos hacemos un poco más verdaderos y pensamos en los mundos que moran en nosotros, y que sólo se harán visibles después de que partamos. Entonces los vivos escucharán mejor nuestro silencio.
Corpus Christi
Tengo miedo de morir e ir al cielo. Me sentiría como un extraño allá, Cecilia Meireles pensaba lo mismo. Y se preguntaba si “después de que se navega a algún lugar se llega al fin… Lo que será, tal vez, hasta más triste. Ni barca, ni gaviota: solamente compañías sobre-humanas…” También yo necesito de barcas y gaviotas, pues amo al mar y al aire. Soy un ser de este mundo y siento que en mi cuerpo viven ríos, árboles, montañas y nubes. Ningún mundo del más allá podrá consolarme de su pérdida. Un espíritu, por bienaventurado que sea, no puede sentir el perfume bueno de la hierba espesa (que recién comienza a florecer en los campos), para eso necesitaría tener una nariz; ni puede sentir el viento frió de las tardes de invierno al golpearle el rostro. A mí me parece que los espíritus no tienen piel. Y (pobrecitos) no pueden sentir jamás el placer de sumergirse en el mar. Esta alegría animal está vedada a los espíritus, seres etéreos que, por lo que consta, no sufren los efectos de la gravedad (o de la gravidez). Su ligereza los protege de la caída de los muros, pero les quita la alegría de las zambullidas. Saltan y quedan fluctuando en el espacio.
Amo a este mundo. Por eso no quiero ir al cielo. Nietzsche sentía lo mismo. Y hasta soñó con el “retorno eterno” –regresaré siempre al mismo lugar, el único que conozco, de las cosas materiales de lo cotidiano, que van desde el café con leche y el pan con mantequilla por la mañana, hasta la música de Bach y los cielos estrellados por la noche. Esto, sin hablar de los placeres del amor, que no pueden subsistir sin el cuerpo, pues necesitan del encanto de los ojos que dicen: “qué bueno es para mí que tú existas…” y del olfato que percibe desde el “fuerte perfume bueno del sudor y la grasa”, al que Adelia Prado se refiere, hasta el perfume del pérsigo maduro, que viene de la flor del emperador, tan discreta, y al que Guimaraes Rosa declaró ser el más querido.
¿Y los oídos? Las serenatas (antigua), el “yo te amo” (eterno), los poemas –son todos seres materiales que no existen sin la física del habla-, No puedo imaginar un sonido espiritual, aunque se diga que los querubines tocan las arpas y canta. Los sonidos necesitan de tambores, trombones, violines, dedos, soplidos, cuerpo: son cosas físicas, corpóreas. Y me quedo preocupado con el destino de Bach y Beethoven, espíritus en los cielos, separados para siempre de los buenos instrumentos de la tierra donde tocaron su música.
Por eso me alegré con esta fiesta con nombre en latín, Corpus Christi, donde la cristiandad conmemora, obstinada e inconsciente, el cuerpo de Cristo. Si fuera la celebración de su alma, confieso que huiría. Las almas de otro mundo, buenas o malas, son rarezas que causan miedo. Sé que hay un día que las celebra , el día de “todas las almas”, también llamado el día de todos los santos, antes del día de los muertos. Lo que combina muy bien. El alma comienza cuando el cuerpo termina. Parece que creían que las almas vagaban penando por este mundo (¡día de las brujas!), sufriendo y asustando a los vivos que, en ese día, hacían oraciones por su eterna salvación en los cielos, dejando libre a la tierra para las cosas materiales y buenas que en ella viven.
Pero en este día del Corpus Christi, si se cree en la tradición, se dice que Dios, cansado de ser espíritu, descubrió que el bien mismo era tener cuerpo, y hasta se encarnó, según el testimonio del apóstol. Prefirió nacer como cuerpo, asumiendo todos los riesgos, incluso el de morir, porque las alegrías lo compensaban. Y nació, declarando que el cuerpo está eternamente destinado a una dignidad divina.
Curioso que los hombres prefieran los cielos, cuando Dios prefiere la Tierra.
Me acuerdo del espanto del jefe indio que escribía al presidente de los Estados Unidos y decía que no podía comprender las rezones que llevaban a los blancos a desear, después de muertos, ir a vivir en un lugar del perfume de los pinos, del ruido del agua, de los riachuelos, del brillar de la luz sobre la superficie de los lagos.*
Corpus Christi: divino es el pan y toda la tierra donde creció, como el agua que lo hizo germinar, el viento que lo acarició y el fuego que lo coció. Divino es el vino, alegría pura que da alas al cuerpo y lo hace flotar. Cosas del cuerpo: dentro de él cabe el universo. No es por casualidad que la tradición habla no de la inmortalidad de las almas, sino de la resurrección del cuerpo. Afirmación de que la vida es bella y lo divino se encuentra en las cosas materiales más simples.
Como decía el poeta inglés W. Blake:
“Ver la eternidad en un grano de arena”.
O Fernando Pessoa:
“Toda materia es espíritu”.
Y así es como absorbo las cosas de este mundo, cuerpo de Dios…
Se refiere al Jefe Seattle, en su discurso en 1856 ante Isaac Stevens, gobernador de Washington, cuando éste ofreció comprar sus tierras indias. (NdT)
Entre marte y venus
Marte Está en el cielo, rojo, el color le sienta bien. Rojo es el color de la sangre y la sangre hace recordar a la muerte. Marte y Muerte caminan juntos, pues Marte es el dios de la guerra. Por donde quiera que pase, la sangre es derramada. Me pongo a pensar en las razones que movieron a los bautizadotes de los astros para darle este nombre. Si dependiese de mí y si la guerra y la muerte tuvieran que vivir en algún lugar celestial, pienso que los pondría en otra galaxia o en algún hoyo negro lejano, muy lejos de esta buena Tierra, donde mora la Vida. Pero quien puso a vivir al dios de la guerra en la vecindad de la Tierra tenía sus razones, pues , queriendo o no, estamos enamorados de la Muerte.
Según lo que oí, hoy 21 de spetiembre, es cuando Marte está más cercano. Me gustaría mucho creer que esta “cercanía” fuese la distancia que dijeron, medida en millones de kilómetros; así estaríamos a salvo. El hecho es que Marte y Muerte viven mucho más cerca, muy dentro de nuestra carne. No, no me estoy refiriendo a la muerte que nos espera a la vuelta de la esquina, y que nos hace estremecer de miedo al sentir los síntomas extraños adentro de nuestro cuerpo. De esta muerte la gente huye lo más que puede.
Pienso en otra muerte, llamativa, erótica, que fascina al alma y nos hace estremecer… ella anda por todos los lugares, está presente en los tambores y marchas militares, en el brillo metálico de las armar, en las sirenas de los carros de policía, en la emoción de los bang. De los Rambo y los Rocky. Confieso que yo mismo me siento hechizado. Soy pacifista en mi cabeza, pero parece que otra ley viven en mi cuerpo. Y tanto es verdad eso, que al oír el sonido hipnotizador de los tambores que hacen marchar a los soldados, tengo que hacer un esfuerzo conciente para andar a contra tiempo, pues en caso contrario, allá voy, pacifista en la cabeza, caminando hechizado por la estética de la muerte. ¿Pues no es esta la función de los tambores? Hechizar al cuerpo, paralizar la cabeza, para que el cuerpo camine decidido a los brazos de la muerte heroica. ¿Y qué decir de la erótica de las armas? Toma un revólver… Si no estás acostumbrado, tu primera reacción será de miedo, pero luego el miedo se va. Notarás la belleza de las líneas, o el brillo frío del metal, o el ajuste anatómico del arma en tu cuerpo. Se encaja bien en tu mano. Ahí, inevitablemente, automáticamente harás el gesto que la misma arma comanda: extenderás tu brazo, mirarás a través de la mira y buscarás un blanco.
La sensación es de una expansión del poder: antes tu cuerpo llegaba hasta el final de tu brazo, ahora se alarga mucho más lejos. De un simple e indefenso mortal, te haces un poco más próximo a los dioses… Y es esta la promesa la promesa que la Muerte siempre hace: “Seréis como dioss, con poder sobre la Vida y la Muerte…”
Y es por eso que tengo un miedo terrible de los que portan armas. No, no me refiero a los criminales (que también me causan miedo), me refiero a aquellos a quienes el Estado les da el derecho de exhibir y usar sus armas, aunque lo hagan bajo la justificación de que es para defender la vida de los indefensos, no lo creo. Porque un arma es objeto hechizado y no es posible usarla sin que los sentimientos de omnipotencia se nos suban a la cabeza. El psicoanálisis, sabe muy bien que tales sentimientos son manifestaciones de locura que se tornan incontrolables cuando el Estado le otorga la garantía de impunidad. El arma es emisario de la muerte sea adorada. El poder para matar nos vuelve divinos.
Eso es Marte vive mucho más cerca de lo que pensamos.
Pero fue en medio de estos pensamientos que alguien me telefoneó para desearme una feliz Primavera… Lo había olvidado. Cómo fueron sabios los que dieron el nombre a los astros. De un lado está Marte, pero del otro está Venus, planeta femenino, símbolo del Amor. Y percibí esta curiosa localización astral de la Tierra nuestra, lugar de la Vida, haciendo su trayectoria entre dos astros que la atraen: hechizada por Marte, que la empuja hacia los vacíos siderales y seducida por el Amor que la convida a triunfar sobre la destrucción. La Primavera llega al final del Invierno…
Y pensé en las innumerables manifestaciones de la Vida sin armas, que insiste en renacer aún después que la Muerte ha asolado con sus destrozos.
La primavera llegó.
Es la hora de enterrar las armas
Y de plantar árboles.
Es necesario confiar en la vida.
Dentro de poco Venus aparecerá de nuevo,
Luz blanca y mansa,
Poco antes de que nazca el so,
Estrella del alba
Que surge cuando los pájaros comienzan a cantar y
Los hombres y mujeres se levantan para la vida.
O Estrella Vespertina,
Poco después que el sol se mete,
Y los hombre y mujeres vuelven a sus hogares
Para la sopa caliente, para el descanso y para el amor.
Miro a Marte y tengo miedo.
Pero el recuerdo de Venus me hace sonreír.
“Los viejos se apasionaran de nuevo…”
Mi amigo no llegó a la hora marcada, me llamó diciendo que estaba en un velorio, llegó atrasado, sonriente, y me contó que afuera del velorio notaba cierta felicidad; pensé luego que el muerto debía haber sido un enemigo, no lo era, era un tío muy querido, persona dulce de 82 años. Y él me contó una historia de amor… en cuanto hablaba mis pensamientos retozaban, primero me acorde del amor de Florentino Ariza y de Firmina Dazza, después del amor de T.S Eliot y Valerie, todos ellos amores en su vejez.
Amor de juventud es bonito pero no es de sorprender, joven al mismo tiempo que se apasiona. Romeo y Julieta es aquello que todo el mundo considera normal, pero el amor en la vejez nos da miedo porque nos revela que el corazón no envejece nunca, podemos morir, pero morimos jóvenes “el amor recompensado siempre rejuvenece” decía Eliot con el vigor y pasión a los 70 años…
Está ahí, en “El amor en los tiempos del cólera” de Gabriel García Márquez, quien no lo ha leído está perdiendo una experiencia única de felicidad… era Florentino Ariza, un muchacho que se apasiono por Firmina Dazza, adolescente, amor temprano y vulnerable solo de lejos, la muchacha era vigilada, las cartas y promesas de amor intercambiados en lugares escondidos y en todo la promesa de felicidad de un abrazo algún día. Pero en los tiempos del cólera las cosas eran diferentes y el padre de Firmina le arreglo el matrimonio con el doctor Urbino, ilustre y próspero médico del lugar. Pobre Florentino, destrozado por la pasión inútil, de ahí en delante viviendo en la esperanza loca de que algún día, no importara cuando Firmina sería suya. Fueron 51 años de espera hasta que el milagro aconteció, el doctor Urbino sin darse cuenta de que el tiempo pasaba, subió a una silla de equilibrio inestable para atrapar a un loro que había escapado de su jaula y se posó en lo alto de la rama del palo de mango. Ahí quedo, fue inesperado y fatal, quedo el doctor Urbino inmóvil en el suelo y roto del cuello. Entonces comenzó después de los tiempos de luto la historia más bonita de amor entre dos viejos, amor de vista y de palabra, de deleite en los deleite del cuerpo.
Sé muy bien que es extraño. A Simona de Beauvoir en su libro sobre la vejez dice que hay una cosa que no se perdona en los viejos, que ellos puedan amar con el mismo amor de los jóvenes. A los viejos está reservado otro tipo de amor, amor por los nietos, sonriendo siempre pacientemente, mirada resignada, espera a la muerte, paseos lentos por los parques, horas jugando, paciencia, cabeceos entre las conversaciones. Pero cuando el viejo resucita en su cuerpo surgen de nuevo las potencias adormecidas del amor ¡oh, Los hijos se horrorizan! “estoy caduco”…
La historia que mi amigo contó era parecida con Florentino y Firmina, solo que la espera fue mucho mayor. Amor que a la adolescencia se interrumpió, cada uno siguió un camino diferente, otros amores, familias. Pero el tiempo no lo logra disipar, la psicoanalista cree que en el subconsciente no existe el tiempo…. Somos eternamente jóvenes y de repente ya en el crepúsculo, los árboles que todos juzgaban secos comienzan a echar brotes y a florecer. Se casaron él con 80 años y ella con 76 y van a vivir lejos, lejos de los ojos que no soportan el amor en la vejez.
Y él a los 81 años volvió a estudiar violín, divina locura!!! Y volvió a reaprender las antiguas palabras y decía emocionado que si Dios le permitía vivir con ella apenas dos años, sería muy feliz. No ganó dos, pero tuvo un… y me quede pensando que ese año pudo haber sido semejante a aquellas experiencias raras que la gente tiene y que nos hacen brotar del fondo del alma aquel grito de satisfacción a la Zorba “valió la pena haber sido creado el universo solo por está causa”
Y fue el mismo que pasó con el T. S Elliot que sólo encontró el amor el amor a los 68 años y a los 70 decía que antes de casarse se estaba haciendo viejo, pero ahora se sentía más joven que cuando tenía 60.
El amor tiene ese poder mágico de hacer el tiempo en sentido contrario, lo que envejece no es el tiempo, es la rutina, el enfado, la incapacidad de conmoverse ante la sonrisa de una mujer o de un hombre, pero ¿será incapacidad esto, o será otra cosa? que la sociedad entera enseña a los viejos que el tiempo del amor ya pasó, que el precio de ser amados por sus hijos y nietos ¿es la renuncia a sus sueños de amor?
Comprendí la felicidad de mi amigo y también me puse feliz, aquel velorio fue como el acorde que se toca al final de una sonata, la culminación de la felicidad. Interesante que como regla el movimiento final de las sonatas es un allegro atrás de los adagios lamentosos. La conclusión debe ser un embelesamiento de alegría.
Si yo pudiera aumentaría los libros sagrados en los lugares en donde los profetas tienen visiones de la felicidad mesiánica, ésta otra visión que imagino que hasta Dios mismo aprobaría con una sonrisa “Y los viejos se apasionarán de nuevo”.
Autor: Rubem Alves
Traducción: Jesús Ramírez Funes
[email protected]
México, D.F., 1994.
Reedición, junio de 2010.
Datos para citar este artículo:
Rubem Alves. (2023). Tempus Fugit. Revista Vinculando, 21(2). https://vinculando.org/documentos/cuentos/tempus-fugit.html
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