Introducción:
Retomando los postulados de Paulo Freire la educación despoja al hombre de todos los rasgos alienantes que algunos vínculos y contextos opresivos le imponen, constituye además una fuerza transformadora que lo impulsa hacia la plena libertad. Así pues, sólo desde una educación verdaderamente libertaria y con sentido revolucionario se tiende a una crítica reflexiva profunda donde emerge la verdadera esencia de la sociedad humana -en la que ningún hombre vive al margen de ella-.
Logra entonces el hombre a partir de internalizar nuevos modelos de ruptura y cambio ser protagonista de su propio destino, reconocer su propio potencial, alcanzar la conciencia superadora y transformadora que le permite la auto-realización y por ende colaborar con la formación de un mundo mejor.
Entre las palabras y frases destacadas de Paulo Freire rescato: “nadie tiene libertad para ser libre, sino que al no ser libre se lucha para conseguir su libertad”, estas reflexiones recobran un sentido mucho más profundo cuando las trasladamos al proceso de enseñanza-aprendizaje dado en contextos de encierro.
Una dura y compleja realidad:
Algunos datos ilustran lo dificultoso de abordar esta cuestión en toda su dimensión. El Servicio Penitenciario Federal en la República Argentina cuenta con 8 complejos y 27 unidades distribuidas en 13 provincias de la República Argentina. Sólo el Servicio Penitenciario Bonaerense cuenta con 57 Unidades y 12 complejos. La población carcelaria se ha incrementado en los últimos años, al igual que el índice de punitividad.
Las estadísticas (que no son alentadoras) arrojaron que en 2018 en Argentina había ya 94.883 personas privadas de su libertad en diferentes prisiones del país. Si se le agregan las alojadas en comisarías y otros espacios de encierro (calabozos de otras dependencias policiales/judiciales, entre otras) el número supera ampliamente la cifra de 100.000 personas presas a lo largo y a lo ancho del territorio nacional en aquel momento.
En los últimos años la cifra de presos y presas creció sustancialmente, en términos absolutos, superando las 10.000 personas. Para 2018 la tasa de encarcelamiento de Argentina era de 213, y ubicaba al país en una situación notablemente más grave que la de otros de la región, como Paraguay, Venezuela o México (por citar solo ilustrativamente algunos países del continente, entre otros posibles), que presentaban cifras más moderadas.
Además de la preocupante situación de Argentina en el escenario regional, otro dato resulta de especial alarma: durante los últimos años la punitividad se intensificó de forma significativa, se incrementó además la inseguridad en las calles con todo tipo de delitos, aumentando así el accionar policial y por ende la población carcelaria.
Mientras que entre 2008 y 2016 la tasa de encarcelamiento crecía con un promedio del 3% anual, desde 2017 se verifican incrementos superiores al 10%, lo que ocurrió nuevamente durante 2018. A esta realidad se debe agregar las duras condiciones de vida en muchas de estas unidades que superan el mero aislamiento y privación de la libertad, y se caracterizan por la violencia cotidiana, el hacinamiento y carencias de todo tipo a las que están expuestos diariamente los reclusos.
Según la Procuración Penitenciaria de la Nación las principales y peores características del encierro se han mantenido inalterables: Las personas condenadas o privadas de libertad pertenecen mayormente a sectores educativos y económicos de alta vulnerabilidad (67% sólo alcanzó los estudios primarios, el 43% no tenía trabajo al momento de la detención y el 39% trabajaba de forma precaria) y durante su experiencia en el encierro, la mayoría no accede a los pilares básicos de la resocialización: el 51% no asiste a educación; y el 77% no realiza ningún tipo de actividad laboral o de formación.
La producción de muerte en contextos de encierro no cede, con 266 fallecimientos durante 2018. El panorama se agrava al analizar los datos oficiales a la luz de la información ofrecida por los organismos de DD.HH acerca de las paupérrimas condiciones materiales de las prisiones y centros no penitenciarios.
El marco legal ofrece respuestas, en parte, a esta profunda cuestión. La Ley Nacional de Educación ya contemplaba la inclusión de dicho derecho dentro del sistema carcelario desde el año 2006, pero fue recién en el año 2011 que se sancionó la Ley Nro. 26695 para fijar de manera actualizada y extensiva las particularidades propias de la formación en contextos de encierro a efectos de garantizar el derecho pleno a la educación en todos los niveles del sistema educativo a todas las personas privadas de su libertad.
A pesar de las leyes sancionadas queda mucho por hacer para que su cumplimiento efectivo y extensivo alcance un alto grado de aplicación y aceptación en estos contextos.
Desde hace varios años en el sistema carcelario argentino se aplican variados cursos y talleres temáticos o de capacitación laboral que facilitan (o facilitarían) luego la reinserción y resocialización, además de estudios formales para alcanzar acreditaciones en todos los niveles de la enseñanza con múltiples ventajas (como por ejemplo reducción de penas, entre otras) y estímulos para los presidiarios que logran encararlos y sostenerlos.
A pesar de la oferta existente la mayoría de la población carcelaria no accede a ellos o lo hace en bajo porcentaje (de los que participan de programas de este tipo: el 18% lo hace para finalizar sus estudios primarios, el 16% para finalizar los estudios secundarios, el 13% lo hace dentro de la educación no formal y sólo el 2% logra cursar sus estudios en nivel superior).
Lo destacado y relevante de esta cuestión es que, a modo de ejemplo, la sola presencia de la lógica universitaria en la cárcel supera a los de cualquier propuesta “resocializadora”. Según un estudio de la Facultad de Derecho de la UBA y la Procuración Penitenciaria de la Nación, la tasa de reincidencia de los presos que estudian una carrera en prisión es casi tres veces más baja que la de los presos que no estudian (15% versus 40%): la mayoría no vuelve a delinquir.
En 1986, el Servicio Penitenciario Federal y la Universidad de Buenos Aires (UBA) firmaron un convenio a través del cual se creó el Programa UBA XXII, que tiene como objetivo brindar educación universitaria en las cárceles. Su núcleo funciona en el Centro Universitario Devoto (CUD), un anexo de la UBA en la ex Unidad 2 de Villa Devoto.
Pero también tiene presencia en las cárceles federales de Ezeiza y Marcos Paz. En diferentes cárceles se dicta hoy el CBC de acceso a variadas carreras de las facultades de Ciencias Económicas, Exactas, Sociales, Derecho, Filosofía y Letras y Psicología (dependientes de la UBA y otras universidades e Instituciones formativas del país), además de cursos y carreras cortas bajo modalidad presencial, semi-presencial o a distancia. Entre las carreras de grado cursadas la más elegida es Abogacía (60%), seguida de Sociología y Contador Público.
El programa de la UBA tuvo para 2015 un total de 3.000 alumnos y 500 egresados; la mayoría terminando la carrera afuera de dicho sistema. Estas cifras reflejan además un muy destacado logro, doblemente meritorio por haberse transitado (parcial o totalmente) las carreras en las duras condiciones que caracterizan al sistema carcelario nacional y provincial. A pesar de ello las estadísticas oficiales señalan que el 91% de los presos no terminó la escuela y a nivel nacional solo un 2% accede a la educación universitaria en prisión.
Dentro de las cárceles, muchos comienzan a estudiar por fines utilitarios: salir del pabellón, evitar los traslados, tener un mejor concepto ante las autoridades del Servicio Penitenciario y charlar con gente de afuera del penal. Unos pocos logran internalizar las ventajas que ofrece el sistema (en lo inmediato y a largo plazo) y alcanzan el objetivo de finalizar sus estudios cursados.
Reflexiones finales:
Si bien el sistema carcelario (organizado desde una red de instituciones que castiga, recluye y no socializa) reproduce los principios que Michel Foucault vinculado a las relaciones de poder: la unión del aparato disciplinario con el pedagógico con el objetivo de “corregir al delincuente”, la presencia de la educación formal e informal de manera extensiva en dicho sistema debería colaborar con quebrar estas lógicas implícitas y arraigadas históricamente.
Siendo optimista (y a mediano o largo plazo) se debería tender a erradicar las bases que sustentan la concepción de “tratamiento”, vinculada a un enfoque en el que el sujeto es concebido como alguien anormal, que porta una peligrosa patología a tratar, por lo tanto digno de ser condenable y aislado de por vida de la sociedad
Lamentablemente, en gran medida, desde el siglo XVIII hasta hoy, estos principios se han mantenido como matriz organizadora de los establecimientos penales. Durante la modernidad el Estado-nación actuó como una mega-institución reguladora y represiva, dando sentido simbólico a todas las instituciones que de ella dependían directa e indirectamente.
La ley estatal (por momentos desde una mirada simplista, sectaria y excluyente) era la que determinaba las operaciones que los individuos debían realizar para habitar así de manera efectiva, normada y ordenada a que las instituciones cumplieran su objetivo de socialización o resocialización.
Cada persona, individualmente ocupaba así un rol, una función, un lugar pre-determinado y funcional en alguna institución; primero la familia, luego la escuela y posteriormente la fábrica, el hospital o la cárcel (para los que habían infringido la ley) y serían, por lo tanto, sujetos de tratamiento para su reconversión en “buenos” ciudadanos.
Estas instituciones socializadoras, portadoras de valores socialmente aceptados y reproducidos, no constituyen, en sí mismas, dispositivos para la corrección y rehabilitación de los reos para devolverlos a la sociedad: las cárceles actuales se han transformado (en general) en meros depósitos de personas, espacios hacinados que contienen a los marginados, a los expulsados del mercado de consumo, inhabilitándolos definitivamente para cualquier tipo de vida social constructiva.
Hacer que la ley de fomento de la educación en el sistema carcelario resulte efectiva, que su espíritu y loables objetivos reviertan la cultura carcelaria tradicional es una ardua y compleja tarea que involucra a quienes forman parte activa y comprometida de dicho sistema: funcionarios gubernamentales, agentes penitenciarios, personas privadas de su libertad, además de medios masivos de comunicación, instituciones formativas y por ende la sociedad toda. Así la educación logrará alcanzar los postulados libertarios y emancipadores definidos por Freire -y otros- en favor de una sociedad mejor para todos.
Referencias:
- https://www.argentina.gob.ar/servicio-penitenciario-federal
- https://rieoei.org/historico/documentos/rie44a03.htm
- http://www.pensamientopenal.com.ar/system/files/2011/10/doctrina31688.pdf
- https://www.ppn.gov.ar/index.php/institucional/noticias/2376-en-la-argentina-ya-hay-mas-de-100-000-personas-presas
- http://www.spb.gba.gov.ar/site/index.php/
- https://exactas.uba.ar/extension/educacion-en-carceles/
- Freire, Paulo. Pedagogía de la esperanza: un reencuentro con la pedagogía del oprimido. Siglo xxi, 1993.
Manchado, Mauricio Carlos. “Educación en contextos de encierro: Problemáticas, miradas e interrogantes en torno al sujeto del aprendizaje y el proceso educativo en las prisiones santafesinas.” Revista latinoamericana de educación inclusiva 6.1 (2012): 125-142.
Datos para citar este artículo:
Diego Abel Sánchez. (2021). Educar como un acto libertario y de transformación. La educación en contextos de encierro. Revista Vinculando. https://vinculando.org/educacion/educar-como-un-acto-libertario-y-de-transformacion-la-educacion-en-contextos-de-encierro.html
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