Resumen
El objetivo del presente artículo es analizar la infidelidad femenina y la violencia de género en nuestro país a partir del feminismo de la complementariedad.
La peculiaridad que guarda esta clase de feminismo es que, al situarse en un punto intermedio entre el feminismo de la igualdad y de la diferencia, contribuye a mantener un equilibrio razonable entre las versiones más extremas de cada una de estas corrientes que pudieran reforzar al patriarcado tradicionalista o al neopatriarcado.
Se propone, en consecuencia, educar en valores igualitarios como prerrequisito democrático pero sin perder de vista la importancia que tienen las virtudes femeninas, en el sentido de poner un mayor énfasis en el vínculo, como manera de contrarrestar las tendencias más individualistas y violentas propias de la masculinidad hegemónica.
Introducción
El uxoricidio, o asesinato de la mujer a manos del marido por su supuesta infidelidad, fue en cierto sentido un derecho en exclusiva de los varones en nuestro país desde 1944 (tras la reinstauración del parricidio honoris causa que había sido abolido durante la II República) hasta 1963 (BOE, 1944)1. A partir de entonces y hasta 1978, momento en que finalmente fue despenalizado el adulterio, la infidelidad femenina se sancionó con hasta seis años de cárcel.
Este cambio, que coincidió en el tiempo con el proceso de apertura del régimen franquista hasta la llegada de la democracia, supuso un cierto avance en materia de garantías legales para las mujeres, ya que pese a ser a todas luces insuficiente y sustentador aún de la doble moral sexual patriarcal, le devolvió al Estado la potestad sancionadora que, de manera excepcional e irrestricta, le había sido otorgada al marido.
En este sentido, en un artículo de Antonio Quintano Ripollés titulado El uxoricidio como parricidio privilegiado (1955), se analizaba de manera crítica el artículo 428 del Código Penal de 1944 y lo consideraba como contrario a los preceptos del derecho moderno por posibilitar al marido el tomarse la justicia por su cuenta.
Así, para quien fuera fiscal jefe de la Audiencia de Toledo, el presuponer que concurría el elemento perturbador del carácter exculpatorio de la conducta del agresor con independencia de que efectivamente lo hiciera, le concedía al marido de facto la capacidad para acabar con la vida de su esposa por cualesquiera otros motivos más allá del comportamiento adulterino:
Mide por el mismo rasero los infinitos matices temperamentales, imposibilita toda individualización y deja en la sombra los factores biológicos, éticos y sociales, que son, en definitiva, los que interesan o deben interesar al Derecho. La ley otorga el inusitado «derecho a matar» a quien, quizá sin amor ni sentimiento del honor, se prevale de la circunstancia casual del sorprendimiento o que urde arteramente una escena premeditada por vanidad, fanfarronería o móviles egoístas, pues sólo el del consentimiento en la prostitución está legalmente excluido (Quintano Ripollés, 1955: 501).
Por tanto, la situación de la mujer en aquella época en nuestro país cabría calificarla, cuanto menos, de preocupante, no solamente porque existiera una condena desigual y más dura para ella por llevar a cabo el mismo acto ilegítimo que el hombre2, sino también por la manera en que la ley amparaba la violencia cometida en su contra.
Sin embargo, esto cambió a nivel legislativo con la derogación del ya citado artículo 428, y posteriormente con la despenalización del delito de adulterio en 1978, gracias a las presiones del movimiento feminista bajo el lema «Yo también soy adúltera»3.
Ahora bien, tan necesario como reconocer la importancia que tuvieron estas conquistas junto a otras muchas que fueron sucediéndose, como son la despenalización de los anticonceptivos, del divorcio o del aborto en la consecución de la autonomía sexual y reproductiva de la mujer, lo es el hecho de que el sistema capitalista y patriarcal adaptó su forma a las nuevas expectativas sociales que se llevaban fraguando en Occidente desde finales de los años sesenta.
En efecto, sobre las ruinas del viejo aparato represor franquista emergió un nuevo modelo de explotación económico que ponía en el centro el cuerpo sexualizado de la mujer como generador de plusvalía.
El patriarcado como modelo de organización social se encuentra hoy, y desde hace varias décadas (fundamentalmente a partir de la década de los sesenta del siglo XX), en profunda crisis. Además, ha perdido su legitimidad con la consolidación del proceso democratizador en las sociedades occidentales y los principios de igualdad de derechos entre mujeres y varones, y de no discriminación basada, entre otras causas, en el sexo. Ahora bien, ello no significa que el patriarcado haya desaparecido. Estamos en plena etapa de transición. El patriarcado tradicional está en crisis, pero persisten vestigios del mismo. En todo caso, lo que sigue estando vigente es el sexismo, en el sentido de devaluación no sólo de las mujeres, sino, de modo más amplio y profundo, de lo femenino (Fernández Ruiz-Gálvez, 2006: 152-153).
Por esta razón se vuelve imprescindible entender al patriarcado como un sistema móvil, que se va transformando a lo largo del tiempo y que incluso posee varias manifestaciones que pueden coexistir a la vez.
La versión del patriarcado basada en la dominación del hombre sobre la mujer a través de la violencia física, la desigualdad jurídica y la represión de toda sexualidad ejercida por fuera de los cauces del matrimonio y la reproducción, convive hoy en día con una versión que se articula en torno a, precisamente, la transgresión de todos los códigos morales que regían las relaciones sexuales4.
Esta «etapa de transición» del patriarcado tradicional hacia el neopatriarcado en la que nos encontramos actualmente, coloca a las mujeres frente al tipo de violencia que caracteriza a cada uno de ellos: por una parte continúa el asesinato de mujeres por el sentido de propiedad de quienes han sido sus parejas o exparejas, y por otra se produce un incremento de las agresiones sexuales y de consumo de prostitución como consecuencia de la cosificación a la que se ve expuesta la mujer.
Ante esta situación se vuelve imperativo articular un discurso feminista capaz de atender a los distintos formatos que puede adoptar el patriarcado, tomando lo que de positivo hay tanto en el feminismo de la igualdad como en el de la diferencia, en lo que se ha venido a denominar «feminismo de la complementariedad» (Aparisi y Ballesteros, 2002).
Los distintos feminismos
Cuando se estudia la historia del movimiento feminista, usualmente se hace referencia a la existencia de varias olas. Si incluimos en ella al sufragismo, la primera ola del feminismo la constituiría el feminismo de corte liberal, esto es, la lucha por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres.
En España, la igualdad formal entre los sexos se encuentra ya en buena medida garantizada, y así lo reconoce el artículo catorce de nuestra Constitución. No obstante, existen todavía flagrantes excepciones como ocurre en el caso de la sucesión de la Corona (art. 57.1):
La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos (Constitución Española, 1978).
La segunda ola del feminismo, también denominada radical por su pretensión de atacar al patriarcado como el núcleo de la opresión femenina, bebe de la crítica marxista a la democracia burguesa, pero sobre todo de la obra de Engels El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884/2006)5.
Para las feministas radicales, si bien la igualdad de derechos entre hombres y mujeres supone un avance positivo frente a épocas precedentes, este hecho por sí sólo no procura la igualdad de oportunidades entre los sexos.
Las medidas de acción positiva, o la actual Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, son ejemplos de políticas dispuestas no a discriminar al varón como defienden sus detractores, sino a desmontar la estructura social, económica, política y cultural que legitimaba la discriminación y violencia contra las mujeres.
Por último, la irrupción de la tercera ola del feminismo aconteció en buena medida gracias a la teoría de la performatividad de Judith Butler (1990/2007). Según esta teoría, el género es la interpretación de un papel en el teatro de lo social que aprendemos a través de una educación diferenciada en función de cómo nos hayan asignado (si como hombres o como mujeres) a la hora de venir al mundo.
Pero lo realmente interesante de la propuesta butleriana no es sólo que concibe al género como una instancia interpretable, sino la inversión que lleva a cabo de las categorías de sexo y de género: no es el sexo el que determina al género como sostenía el biologicismo, sino que, por el contrario, es el género el que dota de sentido al sexo (constructivismo): «comprender el género como una categoría histórica es aceptar que el género, como una forma cultural de configurar el cuerpo, está abierto a su continua reforma, y que la “anatomía” y el “sexo” no existen sin un marco cultural» (Butler, 2006: 25).
Esta idea del género no ya como algo cerrado y presupuesto, sino como una «obra abierta» (Eco, 1992) susceptible de ser modificada, y que, además, no se puede desligar del sexo por ser aquello que habilita su legibilidad, ha dado pie a una apertura del sujeto político del feminismo que si bien promueve la inclusión en el movimiento de todas aquellas identidades oprimidas por el contexto heteronormativo en el que nos encontramos, también contribuye a poner en tela de juicio las reformas en materia de igualdad acaecidas en los últimos años.
Es decir, la amenaza de disolución por sobresaturación del sujeto «mujer» que potencialmente conlleva el feminismo postmoderno, vaciaría de contenido las propuestas dirigidas a mejorar la situación de este grupo social en específico6.
El feminismo de la complementariedad como la suma de igualdad y diferencia
En este brevísimo resumen de algunas de las principales corrientes del feminismo he decidido dejar para el final al feminismo de la diferencia y al de la complementariedad.
La razón por la que he procedido así es porque mientras que las corrientes liberal, radical y postmoderna parecen seguir, pese a las evidentes discrepancias y fricciones entre ellas7, una lógica interna igualitarista, el feminismo de la diferencia o culturalista propone una revalorización de las virtudes femeninas subestimadas por el predominio de lo masculino8.
En un primer momento el feminismo de la igualdad, al lograr el establecimiento del mismo tratamiento jurídico entre hombres y mujeres, permite a las mujeres abandonar sus roles tradicionales; pero esta posibilidad, como advierte Marcuse en Calas en nuestro tiempo, no conduce por sí misma al derrocamiento del sistema de explotación:
Si este impulso de liberación se queda paralizado en este estadio, esto significaría que las potencias radicales del movimiento feminista en la tarea de construcción de una alternativa socialista como sociedad se verían reprimidas, alcanzando al fin y al cabo únicamente una igualdad dentro del mismo esquema de dominación (Marcuse, 1983: 72).
Es más, se podría argumentar que algunas de las acusaciones que el feminismo de la igualdad vierte sobre el patriarcado es en verdad la consecuencia lógica del tipo de reformas que dicha corriente ha favorecido.
Si se comprende que la injusticia del patriarcado reside en su carácter excluyente y no tanto en su inmoralidad intrínseca, entonces la dirección de las políticas igualitarias estará centrada en favorecer la integración de las mujeres en el circuito conductual que hasta recientemente estaba reservado a los hombres, recrudeciéndose así las condiciones de explotación del cuerpo de las mujeres por el debilitamiento de las estructuras morales y familiares que hasta cierto punto las contenían.
Para ilustrar esta hipótesis comparemos los siguientes fragmentos que Rosa Cobo escribe en Hacia una nueva política sexual y La prostitución en el corazón del capitalismo:
Las altas tasas de divorcio, las bajas tasas de natalidad, el crecimiento de las familias monomarentales, los nuevos modelos de familia, la crisis de la autoridad del padre, la descomposición del rol masculino como proveedor universal… son indicadores que ponen de manifiesto que estamos ante una situación excepcional: por primera vez en la historia sectores de mujeres en todo el mundo pueden decir «no» a los varones (Cobo, 2011: 16).
El discurso de los puteros tiene cierta semejanza con la tesis del sociólogo, Bauman, respecto al amor líquido. En efecto, la forma de vivir la sexualidad que tienen los demandantes de prostitución podría ser definida como sexo líquido, en la medida en que la prostitución representa la ausencia de todo compromiso y de toda reciprocidad. Los vínculos entre mujer prostituida y consumidor son fugaces, débiles y superficiales. La «otra» sólo existe como cuerpo (Cobo, 2017: 196).
Como vemos, la contradicción entre los dos fragmentos de Cobo procede de la celebración del mismo comportamiento en las mujeres que condena en el caso de los hombres: el rechazo al compromiso.
Por eso resulta interesante apelar, frente a los valores individualistas propios del androcentrismo y que el feminismo de la igualdad ha dejado ininterrogados, a la primacía del vínculo, a la preocupación por los sentimientos del/de la Otro/a.
Sin embargo, tan importante como evitar que las mujeres emulen los aspectos más indeseables del modelo masculino, y que, al revés, los hombres se empapen de las más altas virtudes femeninas, lo es el hecho de no caer en el discurso subordinacionista9 que, de alguna manera, pretenda presentar como liberadora la discriminación de la mujer:
Esto supone reconocer que los rasgos de género, tanto los femeninos como los masculinos, pueden ser positivos o negativos. Los primeros (las cualidades, los valores) deberían universalizarse, en el sentido de ofrecerle a todos los seres humanos la oportunidad de desarrollarlos «rompiendo la barrera de los sexos» (Subirats y Tomé, 2010, 15). En cambio, las características de género, masculinas o femeninas, que sean negativas habría que eliminarlas (deconstruirlas) (Fernández Ruiz-Gálvez, 2015: 344).
El feminismo de la complementariedad por el que aquí se aboga se posiciona entre medias de las corrientes de la igualdad y de la diferencia, comprometiéndose firmemente con cada una de ellas, defendiendo la igual dignidad ontológica que poseen hombres y mujeres y reconociendo al mismo tiempo el valor irreductible de la diferencia.
Empero, estas diferencias no deben entenderse en términos absolutos, pues gran parte de ellas son obra de la socialización temprana a la que se ven sometidos/as los niños y las niñas, aunque luego se hagan creer, y de hecho se sientan, como naturales.
Sea como fuere, en el próximo apartado nos ocuparemos del tratamiento que debiéramos darle a la infidelidad y la violencia de género que surge en no pocas ocasiones como respuesta ante ella a partir de este tipo de feminismo.
Infidelidad y violencia de género
Por cuanto que el objetivo que se propone es el de mejorar las condiciones vitales de todas las mujeres, y desde ahí extenderlas a la sociedad en su conjunto, se puede estimar al feminismo como una praxis transformadora de alcance universal.
Más concretamente, el feminismo de la complementariedad apuesta por la conjugación de dos filosofías morales que, aunque a priori se presenten como antagónicas por las distintas filosofías políticas a las que dan fundamento, pueden ser perfectamente compatibles entre sí.
Por un lado podríamos denominar como «ética de la libertad» a la filosofía moral típica del liberalismo y que tiene como ejemplo paradigmático al sujeto autorreferenciado rawlsiano; y por otra tendríamos a la ética del cuidado, más contextual y por ello ligada a la filosofía política comunitarista.
Dejando de lado las versiones fuertes de cada ética, no sólo por los efectos negativos a los que dan lugar sino además por la ficción epistemólogica de la que parten, es posible llegar a un punto de entendimiento entre ambas que nos permita dar respuesta a alguno de los interrogantes morales que surgen en el presente. Así, como señala el sociólogo Amitai Etzioni:
Mientras que algunos individuos pueden estar sobre-socializados, es decir, hasta el punto que pierden su auto-identidad y auto-control en el Nosotros de un movimiento social carismático, mientras que algunos otros están infra-socializados, a menudo pervertidos, criminales o locos, la sociedad requiere un balance y construir individuos adecuadamente socializados (2007: 40).
Para el padre de la socioeconomía, una buena sociedad es el resultado de un equilibrio más o menos estable entre orden y libertad. De hecho, y en relación al tema que aquí nos ocupa, comienza en uno de sus ensayos más célebres, La nueva regla de oro: comunidad y moralidad en una sociedad democrática (1999), lamentando cómo una institución educativa, el Antioch College, para poner fin a los abusos sexuales difundió una serie de normas de conducta de obligado cumplimiento tanto para el alumnado como para el personal docente.
Para Etzioni, los esfuerzos del Antioch, aunque bienintencionados, denotan más que cualquier otra cosa los problemas que se derivan de primar uno de los dos polos, la libertad en este caso, en detrimento del otro, el orden.
La solución que el sociólogo alemán afincado en Estados Unidos contempla ante acontecimientos como éste, es la recuperación de la textura moral que se ha ido perdiendo en las últimas décadas en Occidente en favor del derecho del individuo a actuar sin interferencia de terceros.
En el tratamiento de la infidelidad, la dificultad residiría en conseguir este mismo equilibrio que nos prevenga de caer entre dos extremos igualmente perjudiciales para la mujer, ya que al tiempo que aún perdura en la mentalidad de muchas personas la idea de que el adulterio de la mujer es mucho peor que el del hombre10, existe un feminismo postmoderno que animaría a la infidelidad femenina por entenderla como un acto de rebeldía frente a la «tiranía» de las relaciones estables y monógamas.
De este modo, cada uno de estos discursos alimenta un extremo del patriarcado, ya que mientras que el primero normaliza o relativiza la violencia de género que se desencadena en ocasiones tras la aparición de este suceso, el segundo contribuye a anteponer el deseo al compromiso11, profundizando en las condiciones sociales que favorecen la cosificación y mercantilización del cuerpo femenino. Sobre esto último, Marina Subirats ofrece el mismo diagnóstico:
Hay otro aspecto que me parece importante mencionar como síntoma de esta creciente falta de compromiso: el aumento de la prostitución. En los años sesenta y setenta, en que la sexualidad de las mujeres estaba todavía en España sometida a un fuerte control, parecía probable que en el momento que tuviéramos mayor libertad y no fuera necesario casarse para mantener relaciones sexuales, la prostitución tendería a desaparecer, puesto que no sería ya tan difícil para los hombres mantener relaciones en una forma libre. Error total: la prostitución no ha hecho sino aumentar, no sólo en el mundo, sino también en España, ampliando incluso algunas de sus formas más repugnantes, como es la trata y la esclavitud sexual. ¿Cuál es la razón? Precisamente esta ética que lleva a la falta de compromiso (Subirats, 2016).
Pero un fenómeno igualmente preocupante o más que este aumento en el consumo de prostitución12, es el auge de las violaciones en grupo que se viene produciendo en los últimos años. Según la página web geoviolenciasexual. com, a fecha dieciocho de septiembre del presente año (2019), se han perpetrado desde el 2016 un total de ciento cuarenta y siete agresiones sexuales múltiples en España.
El 2018 fue un año especialmente trágico en esta faceta, ya que se tiene constancia de al menos sesenta agresiones de este tipo, y todo indica que si seguimos con la misma dinámica en el 2019 se va a igualar o incluso a superar esta cifra, pues ya se han registrado cincuenta y cinco casos a falta de un trimestre para terminar el año.
Los datos desagregados que procura la web nos ofrece información adicional de especial relevancia, como que cerca del 75% de las agresiones múltiples producidas en 2018 fueron perpetradas por grupos de hasta cuatro varones, o que en torno al 40% de las víctimas eran menores de edad.
Con todas estas estadísticas encima de la mesa, llama la atención que todavía haya una corriente del feminismo que siga identificando por completo la violencia de género con la monogamia, cuando lo que demuestran todas ellas es que existe al menos un patriarcado que se cimenta no tanto sobre la exclusividad sexual y afectiva como sobre su deconstrucción.
La confusión se produce al considerar la transgresión como un valor con independencia del contenido moral de la norma que se transgrede, pudiéndonos preguntar entonces por qué no ir más allá de la monogamia libremente acordada y hacer lo propio con el consentimiento sexual, tan imbuido por los valores conservadores como normalmente se encuentra. Y es que, como subraya Ana de Miguel:
En la actualidad, en esta aldea global en que cada día se sabe más de las prácticas sexuales de la gente, es conocido que las personas con poder político y económico, mayormente hombres, compatibilizan sus matrimonios con las prácticas homosexuales, con orgías, con la pedofilia, si llega el caso. Y esto tan queer, no parece ni que desestabilice las identidades de género ni mucho menos el sistema (2015: 138).
El feminismo de la complementariedad, a diferencia de una parte no despreciable del feminismo hegemónico y del feminismo postmoderno, no estigmatiza al matrimonio heterosexual y la familia tradicional como depositarios de los valores de fidelidad mutua en la pareja y su posibilidad de apertura a la procreación.
Por el contrario, celebra estas instituciones como las mayores muestras de afecto y compromiso que el hombre y la mujer se pueden llegar a profesar cuando ambos participan por igual en la relación y la familia: «La familia es el lugar, por excelencia, para el amor y el diálogo y, por tanto, es constitutivamente lugar de participación.
Sin participación no hay familia y sin espíritu familiar no hay participación» (Alvira, en Aparisi y Ballesteros, 2002: 52).
Sin embargo, son muchas las mujeres que sufren malos tratos por parte de quienes son o han sido sus parejas o maridos, llegando incluso hasta el asesinato. En lo que va de año, según la página web del Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes e Igualdad del Gobierno de España, son cuarenta y seis las mujeres asesinadas13, detrás de cuyas muertes no están los motivos que se suelen aducir en los medios, entre los que destacarían, por supuesto, los celos:
El consumo de drogas o bebida, el carácter violento o celoso, la depresión, el desempleo o la angustia provocada por problemas económicos no son la causa de las agresiones ni tienen que servir de atenuante o justificación en el relato. Si estas situaciones fueran causa de violencia, los índices de asesinatos se multiplicarían exponencialmente. Es importante dejar claro que la causa de la violencia de género es el machismo y que los primeros responsables y culpables de las agresiones son los que agreden, así como que ninguna de estas circunstancias señaladas es una causa, a pesar de que puedan en estar en el entorno de la violencia (Castelló Belda y Gimeno Berbega, 2018: 44).
Atribuir como causa de la violencia de género a los celos es tan despolitizante como asignar a la atracción sexual el peso de las agresiones sexuales, ya que elimina por completo de la escena las relaciones de poder entre hombres y mujeres.
Es, en cualquier caso, el sistema patriarcal en connivencia con un capitalismo depredador el que promueve una subjetividad masculina incapaz de resolver los conflictos mediante el recurso al diálogo y la no-violencia, siendo por lo tanto preferible hacer hincapié en la necesidad de fomentar otros modelos de masculinidad igualitarios que se vuelvan deseables, sobre todo, para las más jóvenes, en la línea en que lo vienen haciendo Ramón Flecha, Lídia Puigvert y Oriol Ríos (2013), que centrarse en el formato de las relaciones afectivo-sexuales que no arreglan el problema de fondo: los agresores.
Bibliografía
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- El único castigo que el Código Penal de 1944 contemplaba para el marido que asesinara a la mujer y su amante, o les causara daños graves, era el destierro. Otro tipo de lesiones quedaban impunes.↩︎
- En verdad, la conducta que estaba penalizada en el hombre no era el adulterio sino el amancebamiento, es decir, una relación paralela a la oficial.↩︎
- En 1976, las feministas se echaron a las calles para defender a dos mujeres acusadas de adulterio, María Ángeles Muñoz e Inmaculada Benito.↩︎
- En Moral de la transgresión, vigencia de un antiguo orden (Puleo, 2003) se identifica a Sade y Bataille como los ideólogos de este patriarcado transgresor. El título de Puleo refleja muy bien el pensamiento de Georges Bataille, quien consideraba que el valor de la transgresión no era otro que el de poder mantener el orden social vigente descargando a los individuos de la tensión acumulada de reprimir continuamente sus deseos.↩︎
- Dentro del feminismo marxista surgen dos vertientes: de vía única, en la que se comprende que la opresión del hombre y la mujer comparte un mismo origen en la sociedad de clases, o de doble vía, en la que la mujer es conceptualizada como una clase autónoma respecto a los hombres. Para un resumen sobre esta temática, véase Las sin parte: matrimonios y divorcios entre feminismo y marxismo (Arruzza, 2015).↩︎
- Se podría decir que si es la asunción de las tesis postmodernas lo que puede poner en peligro al feminismo desde su interior; desde el exterior, en un período en el que el discurso machista tradicional tiene cada vez menos cabida, es el posmachismo el que viene en auxilio del patriarcado (Lorente, 2018).↩︎
- Como se pudo ver en las acusaciones de transfobia que lanzaron por las redes sociales activistas próximos/as a la teoría queer a las ponentes de la XVI edición de la Escuela Feminista Rosario Acuña.↩︎
- Una de las feministas de la diferencia de mayor renombre, Luce Irigaray, en Yo, tú, nosotras (1992), llega a acusar al feminismo de la igualdad de aliado del mayor genocidio de la Historia por su intención de borrar las marcas de género.↩︎
- Para Ángela Aparisi (2012), el feminismo se tiene que resguardar de no caer ni en el extremo igualitarista ni en el subordinacionista, desviaciones propias del feminismo de la igualdad y de la diferencia respectivamente.↩︎
- Un artículo de La Vanguardia, Por qué la infidelidad castiga más a las mujeres que a los hombres (11 de junio del 2019) recogía que el 77% de las personas encuestadas en Europa pensaban aún que la infidelidad de la mujer era peor vista que la del varón.↩︎
- Al respecto resulta interesante la lectura del artículo de Olympia Villagrán ¿Por qué ser una mujer infiel es un acto de liberación? (10 de noviembre del 2017), en el que si bien empieza justificando que abogar por la infidelidad en realidad es un acto de reivindicación de la propia disponibilidad del cuerpo, termina esgrimiendo los típicos argumentos machistas de insatisfacción sexual en el plano de la pareja como la verdadera motivación. Frente a este artículo, podríamos proponer como lectura otro, de Inés Alonso de Vega, ¿Cosificar al hombre sí, pero a la mujer no? (22 de febrero del 2019), en el que se dice: «Estamos lanzando el mensaje indirecto de que la sexualidad en el matrimonio vive adormecida y que, aunque te cases con un hombre maravilloso, tus fantasías siempre pertenecerán a los machos alfa. ¿Pero no quedamos, desde el feminismo, en que esa masculinidad era tóxica?».↩︎
- APRAMP (2011) cifra en torno al 39% el consumo de prostitución en España.↩︎
- A día 6 de octubre del 2019.↩︎
Datos para citar este artículo:
Sergio Ortiz. (2019). Infidelidad y violencia de género en España desde el feminismo de la complementariedad. Revista Vinculando. https://vinculando.org/sociedadcivil/infidelidad-y-violencia-de-genero-en-espana-desde-el-feminismo-de-la-complementariedad.html
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